jueves, 30 de diciembre de 2010

UNO DE ENERO

Desnuda tus recuerdos reciclados,
los fracasos ciegos,
los gritos de viento.

Amnesia el primer segundo
y el tercero
y el cuarto

Respira cosquillas de libertad
Porque es la piel de tu nombre

domingo, 26 de diciembre de 2010

DISTANCIA INTERRUMPIDA

Si avanzo
un paso
me giro
no te siento

(Porque oler es la distancia
entre tu nariz y la mía
y en un paso,tu piel
no me respira).

Si camino
dos pasos
me giro
no te beso

(Porque tocar es la distancia
entre tu huella y la mía
y en dos pasos, tus labios
no me acarician)

Si paseo
tres pasos
me giro
no te advierto

(Porque oir es la distancia
entre tu voz y la mía
y en tres pasos tu risa
no me domina)

Si viajo
cuatro pasos
me giro
no te encuentro

(Porque ver es la distancia
entre tu alma y la mía
y en cuatro pasos tu luz
no me ilumina)

domingo, 19 de diciembre de 2010

FELIZ NAVIDAD PARA TI

Nena nació una tarde lluviosa de febrero con un beso frío y ligero de Cloe.
Desde ese momento, su mundo empezó a crecer, con cada sonrisa, con cada lágrima, que ella transformaba en palabras para acariciar la vida de otra manera.
Gracias por haberla querido, ahora y siempre. Gracias por haberla hecho reír, y bailar, y soñar…Gracias por haberla abrazado, aunque ahora duela ese abrazo…Gracias por las lágrimas que han tejido letras…
Porque, de una u otra manera, caminas con ella en este mar de colores. ¡Feliz Navidad¡

martes, 14 de diciembre de 2010

ENTRE PLATOS

ENTRANTE: TOSTAS DE QUESO DE CABRA GRATINADO

-¿Por qué me has llamado con tanta urgencia ? ¡Ni que se fuese a acabar el mundo!-exclamó la mujer mientras repartía la comida con las manos.
-No, el mundo no Ana…
-¿Quieres otra tosa? ¡Están de muerte!-dijo masticando con la boca abierta y los carrillos llenos.
-Me gustaría hablar contigo de algo importante, algo que se refiere a nosotros, vaya, a ti y a mi…-susurró el chico con la mirada perdida en el ir y venir de los camareros.
-¿Qué le habrán echado al queso? Parece algo dulce, ¡Miel! Si, creo que es miel.
La chica dibujó con el dedo índice una sonrisa de néctar en su plato.
-Como te decía, Ana, déjame hablar, por favor, esto es muy difícil para mi…
Emilio posó sobre la mesa la servilleta que hasta ese momento tenía sobre las piernas.
-Si cariño, perdona, antes te interrumpí .Ibas a decir algo importante, ¿verdad?-dijo la chica mientras acariciaba la mano de su novio.
-Si, no sé por dónde empezar …Bueno …Sabes que llevamos ya cuatro años juntos…
-¿Y como no se nos ocurrió durante estos cuatro años cenar aquí? ¡ La comida es fantástica! ¿No crees? ¿ No tienes hambre?-exclamó la mujer tras servirse la última tosta de la fuente
-No. No tengo hambre. Ana, por favor…

PRIMER PLATO: REVUELTO DE BACALAO CON AJETES TIERNOS Y PIMIENTO ASADO

-Perdona, Emilio, me estabas contando algo
-He conocido a alguien-dijo el chico después de coger tanto aire como sus pulmones le permitieron.
-¿Recuerdas a mi amiga Natalia? Ahora que hablas de conocer a alguien..¡Se está viendo con un chico! Fíjate, ella que siempre decía que no se volvería a casar ni aunque las ranas criaran pelo. Creo que él se le presentó en el gimnasio! Pobre… Llevaría ese pantalón rosa indescriptible, sudada..y se fijó en ella. Eso sí que tiene mérito…-exclamó la mujer mientras sus manos volaban expresivas sobre la fuente del revuelto de bacalao.
-Ana, he conocido a otra persona
El chico, despistado, buscó con la mirada el abanico de olores de la comida .Le gustaba adivinar qué plato sería el siguiente en salir de la cocina.
-Vale. Has conocido a otra persona. Y si no paras de hablar tampoco probarás el revuelto. Creo que este huevo está poco hecho. Déjame probar de tu plato… Sí, lo que decía, poco hecho.
-Es alguien importante Ana. No sé qué va a pasar- dijo Emilio mientras recuperaba la mirada de su novia, perdida entre los ingredientes de su plato.
-¡Pues lo que pasa cuando conoces a alguien importante! Qué bobadas dices a veces. Creo que hoy en día pocas personas valen la pena. Fíjate, sin ir más lejos. Natalia. Ella sí que vale la pena. Es la persona más generosa que conozco. Es una amiga de verdad. ¿No opinas lo mismo?
-Si Ana, pero es más complicado que todo eso…
-¿Por qué tiene que ser complicado? ¿Por qué ves siempre la parte negativa de las cosas? Vives a la defensiva Emilio


SEGUNDO PLATO: CONFIT DE PATO

-Por cierto, ¿qué estamos celebrando? .No salimos nunca a cenar , ¡y de repente me llamas para vernos en una hora! ¿Sabes cuánto tardo en arreglarme? Si, claro que lo sabes, ¡cómo no lo vas a saber!. ¡Ni siquiera me ha dado tiempo a maquillarme!
-Ana, escúchame por favor, he conocido a un hombre.
La mirada del novio eterno se derritió en el hielo de la distancia.
-¡Fantástico Emilio! Ves? ¡Eso es lo que te hacía falta! Una pandilla para ir a ver el fútbol, para tomar unas cañas… ¡Nunca sales a hacer ese tipo de planes! Que a mi no me importa, eh? Adoro tu sensibilidad, siempre te lo he dicho
-Ya Ana, pero este chico es especial, entiendes? Es diferente.
-Tampoco has probado el pato. ¿Estás a régimen y no me lo has dicho? Porque podíamos haber ido a un vegetariano. Conozco uno cerca de aquí que está fenomenal. Sirven unas hamburguesas de berenjena de chuparse los dedos
-Ana, creo que es mejor que lo dejemos por un tiempo.

POSTRE: TARTA DE QUESO CON SALSA DE FRAMBUESA

-¿Dejar el qué Emilio? No te entiendo. No entiendo nada de lo que me estás diciendo-gritó la mujer mientras destrozaba la tarta de queso con violencia.
-Dejar lo nuestro Ana. Nuestra relación…
-¡No digas tonterías! Me va a sentar mal la cena! A ti no, desde luego, porque no has probado bocado. Pero a mí sí, Y ya sabes lo delicado que tengo el estómago. Dejar lo nuestro…Emilio, a veces se te ocurre cada cosa…
-Quiero conocer mejor a este chico Ana. Quiero estar con él de otra manera.
-¡Bueno! ¿Y me vas a decir ahora que yo soy ese tipo de novia posesiva que no te deja salid con los amigotes? ¡Si soy la primera que te he animado siempre a hacerlo! No se hable más. Mañana mismo quedamos en mi casa y me presentas a ese amigo tuyo tan importante. Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Chico, a veces no hay quien te entienda, de verdad.
-Pero Ana…
-Camarero, por favor, la cuenta, cuando pueda-exclamó la mujer apretando los puños bajo la mesa
Emilio posó con suavidad su mano sobre el brazo del camarero
-Lo siento, no he podido…
-El camarero está llorando. ¿Lo has visto? Qué poca profesionalidad. ¡Que deje sus problemas en casa! ¿No crees?

martes, 7 de diciembre de 2010

RUTINA

Sueño la taza de tu desayuno
y flota en la leche mi bostezo
que juega a esconderse cansado
entre las tostadas y el café
para dormirse en la almohada
de tus terrones de azúcar.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

LA CHICA DE LA PARADA

Era la chica de mi parada.

Se cubría con la misma capa gris todos los meses de frío. De octubre a marzo. Lo sé porque una mancha de pasta de dientes adornaba su manga derecha desde hacía varias semanas. Supongo que le habría gustado nacer en alguna isla paradisíaca para sudar todos los días del año y lucir una piel dorada coloreada por collares largos y pulseras con conchas de todos los tamaños. Ella misma elegiría una a una las piezas y seguramente se sentaría en la playa pensativa, con el puño de tesoros cerrado , mientras escondía los pies bajo la arena.

O no.

Era la chica de las ocho en punto.
A pesar de su puntualidad, sé que a veces imaginaba cómo sería su vida si el despertador sonase cinco minutos más tarde y no pudiese coger ese autobús. Quizá conocería a un escritor en crisis, de esos que atraen a las chicas universitarias, con el pelo cano revuelto, las gafas estratégicamente colocadas en la punta de la nariz y con la única compañía de una pila de libros tan arrugados como la piel de sus manos. Ella tropezaría con él, y le ayudaría a recoger del suelo su montón-de-historias-para-no-dormir. Al recoger sus gafas y colocarlas otra vez en la punta de la nariz, él reconocería a su musa, porque no podría ser de otra manera, y la llevaría de la mano alrededor del mundo y crearía para ella tantos poemas de amor como bellas ciudades escuchasen sus gemidos de placer.

O no.

Era la chica sin sonrisa.
La mujer sin dientes. La joven sin luz. Supongo que su padre había abusado de ella cuando era solo una niña, con el consentimiento tácito de su madre. Elegiría la cocina para hacerlo, porque los cobardes son así, y siempre después de la cena de los miércoles: revuelto de gambas y espinacas. Él se acercaría sigiloso, para acariciar su cuerpo entre el ruido de los platos y la espuma del fregadero. Para robar años de risa infantil.

O no.

Era la chica de mi mirada.
Porque sus ojos eran lo primero que veía cuando abría los míos y lo último que imaginaba antes de dormir. A veces pensaba que no conocía su nombre, así que decidí llamarla Laura. Creo que esas letras se adaptaban perfectamente a su pelo rojizo, a sus uñas mordidas y a sus botas de charol negras.

Le robé la mirada porque era lo único que podía tener de ella sin tenerla.
Y a partir de ese momento Laura me cogía la mano para subir al autobús porque no podía ver las escaleras, ni contar el dinero para pagar el viaje.

Siempre elegía para ella el asiento más cercano a la puerta y si estaba ocupado la miraba de reojo, con compasión, para que el pasajero de turno le cediese ese sitio. Su sitio.
Y su mirada era ahora mía.
O no.


Era la chica sin labios.

La besé. La besé como se besa por primera vez. Con la misma torpeza y la misma pasión. Y Laura abrió un poco la boca. Primero tímida. Pero en seguida noté la punta de su lengua en mis dientes. Y le cogí la mano para que supiese que era yo. La misma mano que le ayudaba a subir al autobús todos los días. Y nos abrazamos. Y le robé los labios porque no los necesitaba. Yo podía hablar por ella. Podía sentir por ella. Podía amar por los dos.

O no.

Eran las ocho en punto y Laura aún no había llegado a la parada. Decidí esperar cinco minutos más. Una hora más. Dos días más. No aparecía. Y empezaba a llover. Primero se borraron sus sueños de calor y aventura. Y ya no podía recordar si le gustaba el frío o el calor, o si había sido su padre el que había abusado de ella o jugaban en la cocina a lavar los platos entre risas, espuma y gritos infantiles. Y le devolví la mirada porque ya no la necesitaba. Y la lluvia borró el beso.

Era la chica de mi parada. Me habría gustado saber algo de ella. Pero solo sé que vestía la misma capa gris todos los meses de frío. De octubre a marzo.


Quizá le tendría que haber pedido el teléfono.








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martes, 9 de noviembre de 2010

ADIOS

Tenía la boca llena de palabras, pero no podía elegir cuál de ellas sería la primera, la que cogería de la mano a las demás para echar a volar hasta sus oídos.

Solo podía mirarle.

Con la maleta en una mano, y el bolso en la otra, su cuerpo, clavado en el suelo de aquel aeropuerto, se congeló de amor.

Quería recordarle. En silencio

domingo, 7 de noviembre de 2010

EL AMOR DE MIS A VECES

Descubro tus lunares y tu piel escondida
Y el eco de la calma en tu sonrisa
Porque eres el amor de mis a veces

Encuentro al final del silencio
El primer latido que me aprieta
Porque eres el amor de mis a veces

Despido uno a uno a mis amantes
Desde el sueño que me abraza a ti
Porque eres el amor de mis a veces

Cariño las palabras que inventamos
Para saber de ti y tú de mí
Porque eres el amor de mis a veces

miércoles, 6 de octubre de 2010

AL ESCÉPTICO

"Escribo porque tengo un mundo que tú no conoces en el que el viento hace un camino alrededor del planeta. En el que los payasos lloran y los humanos son invadidos por extraterrestres. Escribo porque en mi mundo no hay puertas, ni ventanas..y puede entrar y salir quien quiera, porque lo comparto con todo el que desee conocerlo y ser feliz en él. Escribo para mí y para tí, para llenar de colores la vida y para darle a mi imaginación al menos la mitad de lo que ella me regala...¿O acaso ya no recuerdas qué es la imaginación?"

domingo, 3 de octubre de 2010

EL CAMBIO

Ya no reconozco a mis padres, ni a mis hermanos.

Me dijeron que no duele, que es una transformación lenta, con algunas molestias en el estómago, pero que no duele. Aún así, tengo miedo.

Soy de los pocos que siguen teniendo un apariencia humana.

No me he resistido al cambio. Ahora ya me da igual.

Al principio, cuando los ejércitos de todo el mundo luchaban por impedir la invasión, sentía pánico. Compramos víveres para pasar todo el año encerrados en casa.

Pero ahora ya no importa. Supongo que es ésta es una manera más de colonización.

Y aquí me encuentro, delante del espejo, intentando grabar en mi mente cada gesto de mi cara, cada arruga de la piel, cada sonido de mis palabras…

Ya empieza. Lo noto en el estómago. Tal y como lo habían contado. Como si un huevo frío se abriese en mi interior. Desde las entrañas.

Tengo ganas de vomitar. El líquido frío sube por el esófago y se extiende por las venas hasta los dedos de las manos y de los pies. No hay centímetro de mi cuerpo que no esté congelado. Empiezo a temblar.

Desde el espejo observo cómo engrisece la piel. Creo que lo peor es saber exactamente en qué me voy a convertir. Tengo miedo.

Me intento relajar mientras mis ojos crecen hasta salir de sus órbitas sujetos por un par de tentáculos negruzcos. Ahora puedo ver lo que sucede a mis espaldas. Aún no los controlo bien. Tengo que practicar.

Me ha caído el pelo de todo el cuerpo. Parezco un pez.

Siento varios pinchazos en la espalda que me hacen caer al suelo. ¡Y a esto le llaman molestias…!

Me giro, para ver en el espejo cómo la carne y la piel de la espalda rompen la camisa como si varios puños atravesasen la ropa. Uno, dos, tres, cuatro..Tengo diez pequeñas jorobas. Las toco despacio. Están llenas de ese líquido frío que estalló en el estómago. No son demasiado duras. Podré dormir sin problemas.

No me gusto.

Tampoco es que me gustase antes. No era un tipo demasiado agraciado. Pero esto es terrible. Aunque no sé qué es peor, si estar muerto o convivir con los demás con aspecto humano.

Al menos ahora no me siento un bicho raro. Ahora soy como todos.

Salgo de la habitación mientras intento controlar mis ojos que se quedan enganchados en todas las esquinas de la casa

En el salón, veo como mi padre se come a mi madre.

lunes, 6 de septiembre de 2010

TU MEMORIA EN MI

Caminaba despacio, como sin con cada paso echase un ancla lleno de recuerdos. Uno, dos, uno, dos…Mi madre la agarraba por el codo, frágil y huesudo, mientras yo le tendía las manos, de frente, como un padre cuando alienta los pasos de su retoño.
Le sonreía. Siempre le sonreía. Pensaba que así caminaría con más seguridad. Que no sentiría la inestabilidad de sus piernas, el dolor agudo de sus caderas octogenarias ni la debilidad de sus brazos, cuna de dos generaciones.
- Venga abuela, un poco más. Ya estás cerquita - le susurré ladeando la cabeza.
Encima de la mesa de la cocina le esperaban unas lentejas con mucho chorizo. Era su plato preferido, y pensé que el olor del puchero caliente podría darnos conversación toda la tarde.
La vida de mi abuela se había convertido en una película de pequeñas escenas cotidianas, por eso muchas veces la visitaba para charlar sobre los geranios nuevos de la vecina del primero, para preguntarle si las nubes de la tormenta de verano le habían levantado dolor de cabeza, o para mostrarle los últimos pasos de baile que había aprendido y que ella acompañaba con palmadas suaves.
Hicimos una pausa a pocos metros de la mesa.
-No sé si el chorizo estará cortado a tu gusto-le dije mientras acariciaba sus manos e intentaba caminar hacia atrás sin dejar de sonreír.
-La servilleta-me contestó mientras miraba hacia la mesa
Mi madre tensó todos los músculos de su cuerpo, como si le hubiesen dado el susto de su vida.
- ¡La servilleta!-exclamó sin soltar el codo de mi abuela
Sentí cómo la decepción descomponía su rostro de hija abnegada. No importaban las noches en vela, las carreras al hospital. No importaban las horas de menos. Habíamos olvidado la servilleta blanca de papel.
Como un huracán abrí todos los cajones de la cocina. Busqué en las alacenas y en los estantes más altos. Vacié la despensa en la búsqueda desesperada de una servilleta de papel.
-¡La encontré!-grité desde el salón mientras corría hacia la cocina y la agitaba en el aire.
Mi abuela, ya sentada frente al plato de lentejas, me sonrió, e interrumpió así bruscamente mi carrera.
La miré milésimas de segundo. El tiempo suficiente para saber que ella vivía en mí, y yo en ella. Que le había regalado mis primeros pasos, y ella a mí, los últimos.
Me acerqué a su lado y, como siempre, recorté la servilleta a la mitad.
-Son muy grandes-me dijo una vez más-No sé por qué las hacen tan grandes.
Mi madre, mientras, intentaba justificar el olvido con su carácter servicial.
-Mamá, ¿te pongo más comida?, ¿quieres algo de pan? ¡Mira que no te vayas a quedar con hambre!-dijo nerviosa mientras fregaba unos platos sin prestar atención a sus manos, que se movían rápido bajo el agua del grifo-La servilleta. No sé en qué estaba pensando la verdad. ¿Estás cómoda? ¿Quieres un cojín? Vamos a tener que comprar otras sillas. Esas son durísimas. Te dolerá la espalda. Seguro. La servilleta mamá, me olvidé de ella…
Salió de la cocina llorando, con los guantes rosas manchados aún de jabón y grasa.
Mi abuela me miró agradecida, mientras la comida bailaba en la cuchara al ritmo del temblor de su mano.
-Me gusta cómo cocina tu madre. Por la tarde le pregunto la receta. ¿Te conté alguna vez la historia de tu abuelo y las lentejas con chorizo?

martes, 31 de agosto de 2010

DOS LÁGRIMAS

Cogió la cera blanca para colorear su cara.
Sentado delante de un espejo iluminado por decenas de bombillas, comenzó a extender la pintura por su frente, sin pensar dónde terminaba su piel.
-¡Cinco minutos y salimos!-gritó desde el fondo de la sala el director de escena.
Con un lápiz negro definió alrededor de sus ojos unas cejas que abracaban la mitad de su cara, encerrando en ellas unos ojos sin mirada.
“A quién le importa lo que le pase a un actor de pacotilla” , pensó, “ni siquiera debería de haber venido hoy”
Se colocó los tirantes de color azul sobre los hombros, sujetando así los aros a los que se cosían los pantalones en su parte superior.
“Hago el imbécil por cuatro duros”, susurró mientras coloreaba de rosa sus mofletes y sus labios.
-¡Tres minutos!-insistió el director mientras le apremiaba con una palmada en la espalda.
“No me toques cretino. Si vivieses en una caravana todo el puto año, malditas las ganas que tendrías de hacer reír”
Con los dientes aún apretados, peinó la peluca de rizos verde.
Se levantó despacio, mientras acomodaba la goma de la falsa nariz roja por debajo de los rizos.
Una vez más, se dirigió hacia la pista. Caminaba con dificultad con aqullos zapatos descomunales, lo que le hizo chocar varias veces con los trapecistas que salían exultantes después de su actuación.
-¡Con todos ustedes, niños y niñas…el payaso Tato!-se escuchó desde la carpa.
El silencio espesó el aire. Cientos de miradas expectantes se posaron sobre él.
Desde el medio de la pista, el hombre comenzó a llorar sin consuelo, tiñendo de lamentos y gritos de dolor el eco del circo.
Aún conservaba una cera negra en su bolsillo.
“Se acabó”, pensó, “voy a terminar con esto”.
En el momento en que empezó a borrar la pintura de su cara, mojada por lágrimas de payaso, una aplauso infantil interrumpió su actuación.
Desde la primera grada, una niña pecosa, de pie sobre su asiento,chocaba sus manos con fuerza, alentando al payaso.
Un segundo aplauso iluminó la carpa desde los bancos superiores.
El silencio se tiñó de notas en si bemol, de las manos de un niño de gafas redondas, en re mayor, de las manos de unas hermanas gemelas vestidas con camisas de lunares…hasta crear una sinfonía infantil que invadió el circo.
El payaso, paralizado en medio de la pista, rescató la cera negra de su bolsillo y dibujó dos lágrimas en su mejilla. Se colocó un sombrero de ala ancha sobre la peluca y corrió divertido hasta caer sobre la arena, fingiendo un tropiezo con sus zapatones.
“Por ellos” pensó.“Empieza el espectáculo”.

martes, 10 de agosto de 2010

PINCELADAS

-A ver nena, siéntate bien, así, que no se te arrugue el vestido. ¡El lazo, Marieta, vas a deshacer el lazo! ¿Qué te dijo mamá antes de entrar en la consulta? Que tenías que comportarte como una señorita.
La mujer caminaba con pasos cortos por la sala colocándose el pelo con las manos.
-Bueno, como le decía, doctor, la niña, que está rara, no ve bien, o sí, pero ve cosas que no son normales. Se lo digo en confianza , que en mi familia nunca ha pasado algo así, y no me gustaría que esto se supiese, ya sabe como es la gente…
-No se preocupe, señora...
-Rodríguez de Sabio y Miramonte, de los Miramonte de toda la vida, de aquí de Toledo, ya sabe…
-Sí, por supuesto. Me hago cargo. Salude a su padre de mi parte. Un hombre magnífico -dijo el doctor mientras apretaba un cigarrillo contra el cenicero y echaba la última bocanada de humo por la nariz
-¡Mamá, me hago piiiiiiiissssss!
-¡Marieta, hija, qué bochorno!
La mujer disimuló el rubor de sus mejillas con el pañuelo de seda que sujetaba en su mano.
- Bueno, vamos a ver, pequeña, mira hacia allí y dime lo que ves
-Veooooooo…¡ una avispa en una margarita! -gritó mientras abría los brazos en cruz.
-¡Marieta, hija, no te rasques los ojos! ¿Lo ve doctor, ve lo que le digo? ¡Cambian de color!-exclamó la mujer
-Vamos a intentarlo otra vez, a ver, dime ¿qué ves ahora ?-insistió el hombre.
-Ahora veo el mar lleno de nubes, ¿o es el cielo que tiene olas?. Me hago pis mamá..
Marieta balanceaba sus piernecitas mientras golpeaba con el botín la pata de la silla.
-Es un caso increíble, desde luego. Extraordinario. Veamos qué pasa si te frotas los ojos una vez más niña, ¿qué ves ?-dijo el doctor
-Al rey Baltasar con un saco de carbón, pero está todo muy oscuro, no hay estrellas…
- Efectivamente señora Miramonte, su hija ve la vida de colores.
-¡Dios mío! ¡Así que es verdad! ¡Qué vergüenza! ¿Qué va a pensar mi madre, los amigos de mi marido? Peor, ¡sus esposas!¿Acaso cree usted que no he sido una buena madre doctor? ¿Cree que no me siento responsable de esta desgracia?
-Señora Miramonte- interrumpió el doctor mientras se acercaba despacio hacia la mujer-no se aflija, permita que le preste mi apoyo. Así, desahóguese, Abrácese a mí si quiere. Tiene el cabello muy suave, ¿sabe? Huele tan bien..Y su hija….su hija recibe la mejor formación, no me cabe la menor duda, e irá a colegios de pago, a universidades de prestigio. Una buena educación, estricta, por supuesto, inflexible, solucionará este problemilla…
-Doctor, yo…usted…-dijo la mujer mientras miraba con ojos encendidos el batín burdeos del hombre.
-Marieta apreciará la realidad en blanco y negro.Será una mujer de provecho. Llore, señora, no nos ve nadie. Así, respire hondo. Coja aire con el pecho, así…Como le decía, esto lo recordará usted como una anécdota… Y su piel, señora Miramonte, es tan tersa…
-Mamá…me he hecho pis.

viernes, 16 de julio de 2010

NADA

Si la fruta no desnuda su rama
Si el mar no baila con la tormenta
Si la nube no llora sobre la arena

Si hace frío en tu abrazo
y me das besos sin sonrisa
y caricias sin piel

Si no estás
Si no estoy

Si no soy
Si no eres

miércoles, 7 de julio de 2010

NUNCA TUYA

Ahora no quiero

verte

ya no

escuchar, oler, tocar, besar

pensar en soñarte

soñar que te pienso

escapar.





Ahora no quiero

mirarte

hoy no

hablar, llorar, luchar, abrazar

sentir que te pierdo

perder lo que siento

respirar





Ahora no quiero

tenerte

que me tengas.



Nunca tuya.

CON LA PIEL

¿ Y si te estiro la cara así, con las manos?
Juguemos a eso, abuela, a conocernos otra vez.

martes, 6 de julio de 2010

COLORES

Pascual sujetó el pincel con fuerza para que el temblor de su mano no dejase una huella de vejez en el cuadro.

Desafiando con su mirada al lienzo que se erguía ante él, pensó en las historias sin pintar que le rodeaban en aquel estudio. Decenas de telas en blanco se amontonaban sin orden entre paisajes, retratos inacabados y esbozos de escenas sin color.

El pintor recordaba algunos de aquellos lugares y personajes con el mismo cariño que un padre mira a sus hijos: los había visto nacer, crecer y finalmente morir, siendo su firma el epitafio.

Para él terminar un cuadro suponía meses, incluso años de trabajo. Cada uno de ellos escondía un conflicto diferente porque no siempre sus protagonistas estaban de acuerdo con las decisiones que había tomado.

Sonriendo, miró a Marinita, que se había quedado dormida en la mecedora destartalada que adornaba el estudio. Se acercó a ella para taparla con una manta. El frío del otoño se colaba entre las rejas de la ventana.

Había sido su confidente cuando trabajaba con tanta intensidad y precisión que a penas corregía sus obras, fruto de una creatividad desmesurada.

Y era allí donde vivía la mujer, acompañada de otros personajes, en algún lugar entre la imaginación del pintor y el lienzo en el que habían nacido.

Marinita movió la nariz en sueños, casi asintiendo a los pensamientos de su mentor. Era una mujer corpulenta y tan divertida como coqueta.

Pascual la había pintado bailando con castañuelas junto a más mujeres, pero había sido ella la única que había despertado su curiosidad. Y no podía ser para menos: un solo estornudo fue suficiente para que el pintor, asustado, perdiera el equilibrio.

¡Mujer, casi me mata del susto!
¡Pues no querrá que me esté callada!, protestó la bailarina¡Que no para usted de hacerme cosquillas en la nariz con el dichoso pincel!
Desde entonces, habían pasado tantas noches juntos en vela y tantos amaneceres, que había perdido la noción del tiempo. Por eso, cuando su mano arrugada por los años temblaba, envidiaba a aquella mujer eterna que respiraba profundamente junto a él.

El pintor caminó unos pasos alejándose del cuadro para apreciar mejor su perspectiva. “La niña, siempre la dichosa niña”, pensó. Y es que mientras el pelo de Pascual perdía color, el vestido del personaje adquiría cada día nuevas tonalidades imprevistas.

- ¡ Azul ! ¡ Su camisa, era de color azul !- exclamó el hombre
- Mismamente usted hace un par de noches dijo lo mismo cuando la nena se encaprichó con el verde, y mírela, ahí la tiene, con el refajo rojo como el carmín- dijo Marinita desperezándose.

La mujer de las castañuelas las hizo tocar sentenciando su frase desde el suelo del estudio en donde se había sentado sobre unos cojines viejos.

- Por tres veces la he vestido y otras tres que la vestiré si hace falta para que deje esta rebeldía.- protestó el pintor
- Los lazos de mi enagua se los pedí rojos y bien lindos que me los pintó.
- No es lo mismo Marinita. Usted baila con más mujeres que enseñan las mismas ropas y esta niña me la tiene tomada: si no es que quiere jugar con la cesta del carpintero, la encuentro escondida detrás de la dama burguesa.


El cuadro que tenía ante él plasmaba una escena cotidiana en donde dos jóvenes eran aconsejadas por su padre, como única herencia que ellas, inconscientes todavía, iban a recibir. Cerca, y testigos de aquella lección, dos jóvenes burgueses coqueteaban, escondidos, vestidos con sus mejores galas.

Había dibujado el esbozo del cuadro sin contratiempos y decidido el color negro para el atuendo de la pareja, que había mostrado su conformidad en todo momento, si bien, la mujer, con una mirada cómplice, le había rogado que acercase un poco más el rostro de su amado al suyo, lo que dio lugar a un rubor tan intenso en sus mejillas que el pintor decidió retocarlas con unas pinceladas color rosado. A cambio, desvió la mirada de la joven al suelo, para que el hombre no pudiese intuir la vergüenza del primer amor.

Tampoco había sido un problema dibujar el hombre que representaba al padre: su piel era morena y vestía una bata blanca de carpintero.



- Y usted, Ramón, ¿ no dice nada?- preguntó Marinita
-¿ Y qué quiere que le diga? Pos que bastante tiene ya el maestro a sus años como pa que le ande la nena con tonterías

Pascual lo miró pensativo. “Al menos ha sido lo suficientemente valiente para poner palabras a mi vejez, y si la chiquilla puede con este anciano, quizá sea el momento de cerrar el estudio”

El picador, apoyado en el marco de la puerta, con su sombrero de ala ancha y su mantilla al hombro, silbaba por el hueco del diente que le faltaba.

Había pintado a Ramón en una plaza de toros hacía muchos años. Una vez plasmado en el lienzo, el picador comenzó a masticar tabaco, lo que hizo pensar al pintor que alguien con esa picardía podría serle de gran ayuda si algún día perdía la inspiración.

De esa manera los dos hombres comprobaron, tras largas conversaciones bajo la luz de un candil, que en el fondo no eran tan diferentes, y que a pesar de la rudeza del picador, se complementaban lo suficiente como para poder trabajar juntos.

Ahora, sin embargo, se enfrentaba a los caprichos de una niña que jugaba sobre el cuadro, desordenando todas y cada una de las pinceladas que nacían de su paleta de colores.

Bajo la vigilancia de un perro callejero que había huido del ataque de un toro con el permiso del pincel de Pascual, la pequeña guiñaba un ojo, pizpireta, vestida con una falda roja y una camisa blanca.

-¿ Cómo dice que se llama la muchacha?- preguntó Ramón
- El maestro la llama Ada, porque aparece y desaparece, pero bien podríamos decirle la pesadilla de Pascual- contestó Marinita entre risas.

Las carcajadas le hicieron perder el equilibrio cayendo en el suelo boca arriba y con las piernas en alto, dejando entrever sus pololos.

El picador, aprovechando la confusión, cogió las castañuelas y salió corriendo alrededor del pintor, hasta tropezar con el perro y caer sobre una pila de caballetes amontonados junto a Marinita, que gritaba con rabia intentando recuperar sus instrumentos.

- ¡ Agárrelo señor Pascual !
- Eso es lo que debería de hacer con ustedes dos, que me están dando la noche, atarlos con una cuerda- contestó el hombre enfadado
- Si la muchacha fuese un toro, bien atada que la tenía ya por los cuernos- replicó el picador.

Ada saltó desde el cuadro asustada imaginando cómo sería una niña con cuernos y corrió hasta esconderse bajo el refajo de la bailarina. La pintura fresca de su cuerpo ensució la enagua blanca de Marinita de manchas rojas, grises y negras.

-¡ No quiero ser un toro!- gritó la pequeña
- A ver nena, sal de ahí, que me estás manchando el refajo- ordenó la mujer enfadada
- No salgo hasta que me prometa que no me va a pintar cuernos- sollozó Ada

Pascual se sentó sobre los cojines suspirando. Cabizbajo, pensó que definitivamente había perdido el control sobre su obra. Sus personajes cobraban vida a su antojo, y además, lo sometían para volver a ella.

Posó la paleta en el suelo y cogió de la mano a Ada, que lloraba borrando con sus lágrimas el rojo de su falda.

El perro, divertido, comenzó a lamer el charco de acuarela.

- Ada, no vas a ser un animal, eres una niña- susurró el pintor tratando de calmarla.
- ¿ Y mañana?
-Lo serás siempre, te lo prometo.

Ramón cogió en el regazo a la pequeña y la acunó mientras Marinita le cantaba una nana y le acariciaba con cariño el pelo.

El pintor veía en aquella escena una familia unida por una vida llena de colores: ocres con olor a madera, verdes con música de romería y rojos como los lazos de la enagua de la bailarina.

Una vez calmada la niña, el picador la apoyó lentamente sobre el lienzo.

Pascual terminó el cuadro pintando el brazo del carpintero sobre los hombros de la chiquilla “Así, no podrá escapar” pensó.

Comprendió entonces que era prisionero de su cuerpo, igual que Ada lo era del lienzo, y de la misma manera, ambos debían ocupar su lugar. Firmó el cuadro despacio, disfrutando cada una de las letras que formaban su nombre y apellidos: Plácido Francés y Pascual.

Cansado, apagó la vela del candil, y abandonó por última vez el estudio, caminando sin mirar atrás, acompañado, en silencio, por un picador, un perro callejero y una bailarina con castañuelas.

Mientras, desde el cuadro, Ada los miraba con tristeza; la misma tristeza de las historias sin pintar, de los retratos inacabados y de los esbozos de escenas sin color.

sábado, 3 de julio de 2010

EL SALTO

Sujetó las riendas a la altura del cuello del caballo uniendo las muñecas.

Su error había sido apostar con aquel salto una maternidad tardía en un cuerpo estéril para todo menos para la maternidad, porque tener hijos, pensaba, no se juega a lomos de un animal, ni se decide saltando una barra de metal. Pero era, al fin y al cabo, una decisión de una mujer soltera, y no le incumbía a nadie más que a ella la manera en que había decidido vencer el miedo de traer a un niño a este mundo.

Colocó los pies en los estribos y apretó las piernas ordenando al animal un trote lento mientras ella contraía sus muslos y levantaba la pelvis con un movimiento armónico y elegante heredado de la equitación inglesa.

Rodeó la pista un par de veces sin dejar de mirar el obstáculo que iba a decidir el resto de su vida. Había decidido enfrentarse a él con un galope rápido, frontal, perfectamente calculado, de la misma manera que se había enfrentado a todos los problemas importantes de su vida: un despido laboral, el cáncer de pecho de su hermana, y una historia de amor frustrada por la distancia.

El caballo alargó su trote al sentir el cuerpo de la mujer más tenso mientras ella pensaba que el sonido de las herraduras semejaba el toque de unas castañuelas flamencas.

Andalucía había sido el escenario del desamor. El caudal del Guadalquivir había crecido aquella primavera como consecuencia de las lágrimas de despecho por un hombre afincado a miles de kilómetros de distancia.

Los recuerdos se amontonaban en su cabeza mientras el caballo relinchaba, nervioso, tras haber rodeado la pista cinco veces más. El bocado le dolía al animal tanto como a la mujer la pérdida repentina de una hermana, niña y amiga a la vez.

¿Quizá el deseo de ser madre era una deuda contraída con ella?

Empujó las riendas llevando el peso del cuerpo hacia atrás hasta parar al animal a pocos metros del obstáculo. Espoleó con fuerza en sus costillas para que la orden de galope fuese inmediata.

El caballo arrancó lento, desafiando con timidez la barra que lo separaba de la otra mitad de la pista. La mujer lo animó con la fuerza de sus piernas, hasta que sintió que acompañaba al animal en su galope.

Cuando sintió el obstáculo a medio metro de la cabeza del caballo, se puso de pie sobre los estribos inclinando sus brazos hacia delante para aligerar la carga y agilizar el salto.

Durante décimas de segundos, y como si de una fotografía se tratase, la mujer quedó suspendida en el aire, con su melena negra despeinada, mientras diapositivas de su vida pasaban por su cabeza sin posibilidad de detenerlas: su primera fiesta de cumpleaños, el día que terminó sus estudios universitarios, la caja que contenía los elementos personales que guardaba desde el primer día de trabajo…

Cuando la imagen de un recién nacido apareció ante sus ojos, la mujer se asustó perdiendo el equilibrio y provocando que el salto del animal se frustrase al enganchar su pata trasera en la barra de metal.

Perdió el control de la montura y de las riendas, precipitándose sobre el suelo de la pista sin más daños que el dolor del hijo no nacido; de la deuda no resuelta.

Acostada, lloró por todas las guerras perdidas y ganadas, por los saltos frustrados y por el futuro incierto, mientras el caballo trotaba indiferente hacia su cuadra.

viernes, 2 de abril de 2010

EL CAMINO DEL VIENTO

"El viento, a su paso, dibuja un camino, atravesando bosques, pueblos, mares, desiertos… de forma que, una vez recorrido, regresa al punto de partida para sobrevolar de nuevo los mismos parajes.

Como un río de aire, el viento forma un caudal que fluye con más o menos intensidad, según el paisaje que acaricia.

Si no sortea dificultades, juega moldeando las copas de los árboles, con peinados imposibles, o moviendo puñados de granos de arena de las playas, para formar dunas según su capricho.

Pero si es la mano del hombre la que le impide avanzar, el viento se enfurece, huracanado, , tratando de recuperar la parte del camino que aquél le usurpó."


MURIEL




Las casas de piedra rojiza de Muriel se erguían viejas, cansadas, dibujando un pasillo en el enclave de la Baja Maragatería.

El País de los Maragatos debía su nombre a los tiempos de la arriería, cuando los lugareños comerciaban salazones de pescado desde Galicia a Madrid; desde el mar, a los gatos.

Muriel medía su edad en la vejez de sus piedras castellanas, y rendía homenaje, con su estructura, a los arrieros maragatos, en función de su actividad: grandes puertas arcadas para el paso de carros, patios interiores, cuadras, bodegas, calles sin asfaltar...

A pesar de no contar con más de 40 habitantes, cada casa del pequeño pueblo era casi una réplica de la anterior, diferenciadas quizá por una maceta con camelias en una ventana o por una bicicleta apoyada en un viejo portón de madera.

Conservaba aún la solemnidad de una actividad económica próspera, y en su rutina diaria, quedaban resquicios de una vida que ya no era.

El tiempo se había detenido en Muriel como si de fotografías antiguas se tratase: niños jugando en la calle, señoras sentadas al sol en bancos de piedra y hombres tocando la chifla y el tamboril.

El pueblo formaba un pasillo, limitado a ambos lados por las viejas casas de piedra rojiza.

Todas las casas contaban con dos plantas, y todas se unían pared con pared, describiendo un camino que no era sino interrumpido por una pequeña fuente de agua potable que daba de beber a los vecinos de Muriel; un camino imaginado para evitar, en la medida de lo posible, travesuras huracanadas; un camino para el viento.



SIRO


Igual que las casas de Muriel, sus habitantes gozaban de un denominador común: sus nombres habían sido elegidos generación tras generación en función de la intensidad del viento durante el año de su nacimiento, condicionando, de alguna manera, su personalidad.

Siro había nacido en marzo, hacía diez años. Durante esos meses, el aire mediterráneo procedente del Sahara había producido en el pueblo un clima húmedo y frío acompañado de un viento fuerte que no hacía sino acrecentar la testarudez del pequeño. A pesar de su edad, Siro era un niño decidido, emprendedor y especialmente sensible.

Sus ojos, azules, casi tan grandes como dos almendras, teñían del mismo color su curiosidad, observando con especial templanza todo lo que sucedía a su alrededor, que se reflejaba en sus pupilas como si del agua de la fuente se tratase.

Siro era un niño rubio, especialmente delgado, así que la ropa holgada que solía vestir, como todos los vecinos de Muriel, no hacía sino marcar todos y cada uno de sus huesos en cada movimiento.

En el pequeño pueblo existía otro factor común: el pelo de sus vecinos crecía rizo, unas veces, en tirabuzones otras, pero jamás se había conocido lugareño con el cabello liso, desde la construcción de la última casa de Muriel.

Y era algo que a Siro no hacía sino complacerle: no había nada en el mundo que le gustase más que la caricias de su madre retirándole un mechón de rizos que caía, rebelde, sobre sus ojos almendrados.




EL PRIMER JUEVES DE CADA MES


El primer jueves de cada mes las campanas repicaban en la Baja Maragatería, con mayor o menor intensidad en función de la fuerza con la que el viento recorriese su camino.

Entonces, en el peor de los casos, los habitantes de Muriel, recogían apresurados las sillas situadas en las puertas de las casas, cerraban las contras de madera de las ventanas, y esperaban, ocultos ,a que trascurriese el tiempo suficiente para regresar a la calle a disfrutar del trabajo artesano y de las canciones y juegos propios de cada estación.

En otro caso, los lugareños mantenían sus ocupaciones, sin más preocupación que la de sujetar con fuerza sombreros de paja y pañuelos de colores, que ocultaban los rizos y tirabuzones de los habitantes del pequeño pueblo de la comarca maragata.

Sin embargo en ocasiones, el viento jugaba, travieso, deleitando con sus ocurrencias a pequeños y mayores quienes, irremediablemente, pasarían el resto de la tarde recuperando el orden.

Aquel jueves de junio, las campanas repicaron suaves, casi como un tintineo dulce, que presagiaba un aire cálido primaveral.


Siro, sentado en el balcón de su habitación, agarró con fuerza, desconfiado, el cazamariposas que había hecho aquella tarde.

En sus ojos almendrados, se reflejaron decenas de sombreros de todos los tamaños y colores, que volaban a lo largo del camino que marcaban las casas de Muriel. A continuación Siro observó cómo el banco de madera en el que plácidamente leía la señora Pampero, había sido elevado en el aire, volando delante del balcón del niño, que le sonrió, sin más respuesta que una mueca de fastidio de la regordeta y canosa mujer, que había perdido el periódico que estaba leyendo.

Unos minutos más tarde, mientras unos habitantes de Muriel recogían sus prendas esparcidas a lo largo del pueblo, otros sujetaban por ambos extremos el banco de madera, con la señora Pampero aún sentada en él, desplazándolo a lo largo de la calle hasta su correcta ubicación.

Siro miró al cielo, y observó cómo caían varias fotografías sin color sobre el tejado de la casa.

Corriendo, atravesó su habitación y, bajando a la calle, apoyó la escalera de viento en la fachada de piedras rojizas, y consiguió, ayudado de una fina rama, las fotografías que el aire les había regalado aquella tarde.

_ " ¡ Zonda !, ¡ ven!, ¡papá y mamá están bien!_ exclamó


ZONDA

La hermana de Siro tenía un carácter seco y temperamental, como el viento que le había dado nombre.

A pesar de contar con tan solo quince años, había asumido con madurez el cuidado del pequeño tras la partida inesperada de sus padres.

Zonda presumía de una larga melena rubia, que peinaba con delicadeza durante horas, mientras esperaba que un soplo de aire depositase en Muriel noticias de sus progenitores.

Sus vestidos, flojos, disimulaban un cuerpo de mujer que habría desviado más de una mirada entre los jóvenes del pequeño pueblo.

Zonda había continuado el trabajo artesanal de sus padres, aprendido desde su niñez, para poder vivir en Muriel junto a su hermano.

Todas las mañanas, con los primeros rayos de sol entrando a través de las ventanas de la cocina, la joven recogía sus tirabuzones rubios en una hermosa trenza con un lazo rojo, a juego con el delantal y los guantes que evitaban dañar la piel de sus manos.

Con la ayuda de un palo, Zonda diluía en grandes recipientes de barro, agua con soda y sal, líquido sobre el que vertía la cantidad de aceite suficiente para obtener, una vez calentado, una masa uniforme que removía, de forma permanente, durante horas.

Cuando Siro, como todas las mañanas, bajaba las viejas escaleras de madera, a trompicones, para abrazar a su hermana, la mezcla ya estaba repartida en moldes que se dejarían enfriar durante varios días para obtener jabones aromáticos que Zonda vendería a los vecinos de Muriel, o, en su caso, cambiaría por un poco de leche, legumbres o cocido maragato.

LA CÁMARA DE FOTOS

Siro y Zonda sujetaban con dificultad sendas bandejas de jabones, sin dejar de sonreír.

A pesar de que las campanas repicaban con fuerza, y que los habitantes de Muriel corrían hacia sus casas, recogiendo las sillas situadas en sus puertas y cerrando las contras de madera de las ventanas, los padres de los pequeños habían insistido en que la luz estival del atardecer era la idónea para tomar la fotografía que serviría de cartel a la empresa familiar.


Los niños, de pie, sobre el borde de la fuente de piedra que adornaba el centro de la calle, apremiaban a su padre con la mirada, mientras éste, con una rodilla en el suelo, siguiendo las instrucciones de su esposa, buscaba el mejor enfoque con su cámara de fotos sin color.


Los padres de Siro y Zonda eran tan delgados como los propios pequeños, si bien lucían un cabello rizo, moreno, que contrastaba con el pelo rubio de sus hijos, dando lugar a comentarios que se habían extendido en toda la Baja Maragatería.


A pesar de las habladurías, la familia contaba con el cariño de todos los habitantes de Muriel, y sus jabones aromáticos eran tan bien recibidos como las fiestas que organizaban en su vieja casa celebrando cumpleaños, nacimientos o , simplemente, el cambio de estación.


El viento comenzó a rugir, enfadado, cuando Siro, gritando, soltó la bandeja. Los jabones cayeron en el agua de la fuente, formando un gran charco de espuma que emanaba con fuerza, bajo los pies de los niños.



Desde el horizonte, una ráfaga de viento, caprichosa, se adentraba en Muriel, barriendo, a su paso, a todo aquel que no se hubiera resguardado a tiempo.

Zonda agarró a su hermano por la manga de la camisa y tiró con fuerza de él, resbalando juntos en el interior de la fuente.


Ocultos entre la espuma, los pequeños observaron cómo el viento elevaba a sus padres hacia el cielo y, con un giro inesperado, formando un pequeño tornado, cambiaba por primera vez su dirección, para regresar por el mismo camino por el que había aparecido, y llevando a los padres de Siro y Zonda en sus entrañas.



LAS ESCALERAS DE VIENTO


Siro y Zonda, impotentes, cubiertos de espuma, agarrados de la mano, de pie, y desde el interior de la fuente, miraban al cielo en el que habían desaparecido sus padres.

Los habitantes de Muriel salieron de sus casas, en silencio, tras haber presenciado, en su mayoría, la trágica escena desde el interior de sus hogares.

Conocedores de las consecuencias de aquel pequeño tornado, los lugareños, ayudados por Siro y Zonda, sacaron de sus casas las escaleras que tantas veces habían utilizado en situaciones de emergencia.

Varias personas que se habían visto sorprendidas por el cambio de la dirección del viento, y habían sido arrastradas hasta tejados, farolas y árboles, dibujando un escenario surrealista en Muriel, gritaban auxilio desde lo alto.

Zonda, desconcertada, apoyó la escalera en uno de los abedules que adornaban el pueblo, para rescatar a un niño que se había enredado entre las ramas con su pelo rizo.

Mientras, varias personas de más edad, colgadas de farolas por sus prendas holgadas, eran ayudadas por otros vecinos.

Una decena de escaleras de viento fueron recogidas al anochecer, esperando otra ocasión en la que los habitantes de Muriel no corriesen la misma suerte que los padres de Siro y Zonda.




FOTOGRAFÍAS SIN COLOR


Habían pasado más de tres semanas desde que el viento había cambiado su dirección cuando Siro y Zonda recibieron la primera fotografía.

Era el primer jueves del mes de julio, y tras el repique tímido de las campanas, una imagen en blanco y negro había aterrizado a los pies del pequeño en la puerta de su vieja casa de piedra.

Curioso, se agachó para recogerla, y su sorpresa no pudo ser mayor al reconocer en ella algunos de los lugares que su padre tantas veces le había relatado en los cuentos que le contaba antes de dormir; ciudades que para el niño solo existían en su imaginación, ya que para él no había más mundo que el que comenzaba y terminaba en su pequeño Muriel.

Sin aliento, buscó a su hermana entre las mujeres que vendían aquella mañana en las puertas de las casas.

Zonda posó la bandeja de jabones aromáticos en un banco, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, sin dar crédito a lo que le mostraba aquella fotografía: hombres encantadores de serpientes; mujeres vestidas con largas túnicas; porteadores de alfombras; camellos…

Los pequeños, con lágrimas en los ojos, se abrazaron, y comprendieron que sus padres seguían el camino del viento, atravesando bosques, pueblos, mares, desiertos… y que regresarían, tarde o temprano, al punto de partida: Muriel



CAZAMARIPOSAS



Habían transcurrido tres meses desde que los padres de Siro y Zonda habían abandonado Muriel, y desde entonces los pequeños habían recibido cinco fotografías sin color , empujadas por masas de aire más rápidas que las que transportaban a sus padres.

Gracias a ellas, los pequeños, conocían ciudades con canales repletos de divertidas embarcaciones, mares que escondían inmensas ballenas en su interior, o murallas que recorrían kilómetros entre montañas.

Los niños sabían que el viento del primer jueves de octubre traería consigo las primeras castañas, y teñiría Muriel de colores marrones y naranjas, devolviendo a sus padres al pequeño pueblo.

La última fotografía mostraba un océano enfurecido, con especies vegetales y animales propias de aguas frías, que pronto reconocieron entre las historias que de sus abuelos relataba su padre sobre el camino de los arrieros en las costas gallegas.

Aquella mañana, Siro, preocupado, se había despertado antes de lo habitual, y sentado en el suelo de la cocina, observaba cómo su hermana rellenaba los moldes que servirían para dar forma a los jabones aromáticos.

-Zonda, ¿ cómo se van a bajar papá y mamá del viento?

La niña miró al pequeño. Sus ojos almendrados lloraban ante la evidencia de poder perder a sus padres otros cuatro meses, o quizá para siempre, condenados a seguir el camino caprichoso del viento.

- No te preocupes, algo se nos ocurrirá.

A pesar de que había intentado resultar convincente, a Zonda también le angustiaba aquella situación. Había intentado mostrar un semblante sereno, conociendo la sensibilidad de su hermano, pero no estaba segura de haberlo conseguido, ya que éste, repentinamente, había subido las viejas escaleras de madera a trompicones, tras escuchar su contestación.

Decidió no pensar más en ello, y centrar sus esfuerzos en terminar de elaborar los jabones aromáticos aquella mañana.

“ Algo se nos ocurrirá”, dijo para sí.

Siro, por su parte, había dejado volar su imaginación tan alto como el viento y, después de pasar varias horas encerrado en su cuarto, bajó al piso inferior de la vieja casa maragata, tan rápido como sus delgadas piernas le permitieron, con su cazamariposas en la mano.

Zonda, que colocaba con especial delicadeza las piezas de jabón en bandejas, recibió a su hermano con una sonrisa forzada, preocupada por su repentino cambio de humor.

- ¡ Podemos coger a papá y a mamá como si fuesen mariposas!

El pequeño saltaba alrededor de su hermana con la red en la mano, imitando los gestos que hacía cuando salía a cazar mariposas por Muriel.

Zonda, sin interrumpir su trabajo, le regaló una mirada de aprobación, permitiendo que su hermano se sintiese satisfecho con su gran descubrimiento.

- ¡Construiremos el cazamariposas más grande del mundo!

La joven comenzó a valorar la posibilidad de escuchar la idea de su hermano y, sacándose los guantes rojos que impedían que su piel se dañase mientras elaboraba jabones aromáticos, se sentó, prestándole toda su atención.

- Será el cazamariposas más grande y más bonito del mundo, y papá y mamá se pondrán muy contentos cuando vean mi invento.

Zonda comprendió que la idea de su hermano era la solución para recuperar a sus padres. Si diseñaban una red lo suficientemente grande para ocupar el espacio que separaba el camino de Muriel, el viento se colaría entre los agujeros del cazamariposas, y sus padres caerían en él como si de una tela de araña se tratase.

- Siro, eres el niño más listo de toda la Maragatería





OCTUBRE

Aquella misma tarde, mientras vendía sus jabones de casa en casa por la calle principal de Muriel, Zonda relataba una y otra vez la idea de tejer una red de grandes dimensiones para ayudar a sus padres, siendo aprobada por la mayoría de las clientas que habitualmente adquirían su trabajo artesanal, quienes ofrecían su colaboración de manera desinteresada.


Siro, de pie, desde el borde de la fuente, haciendo grandes aspavientos con sus brazos, explicaba a los niños del pueblo la gran hazaña en la que se había visto inmerso.

Los habitantes de Muriel, incluida la vieja señora Pampero, que , para sorpresa de todos, abandonaba por primera vez en años sus jornadas de lectura en el banco de madera, se reunieron día tras día, durante dos semanas, en la casa de piedra de Zonda y Siro, ubicada en medio de la calle sin asfaltar.

Mientras unos tejían la red, otros calculaban las medidas de la misma, o servían infusiones calientes de azahar y melisa, interrumpidos en ocasiones por el alboroto de los niños que jugaban, divertidos y excitados por la novedad.

El primer jueves de octubre, a primera hora de la mañana, un grupo de veinte personas encabezado por Siro y Zonda, salían de la casa de los pequeños portando una inmensa red que sujetaban en alto desde sus bordes mientras caminaban hasta las primeras casas.

Ayudados por las escaleras de viento, ataron los extremos de la red a la parte superior de sendas farolas, cada una situada a un lado del camino, así como al pie de las mismas, mientras las campanas empezaban a repicar con fuerza en la Baja Maragatería.

Siro divisó en el horizonte cómo se acercaba el viento, huracanado, y, como el resto de los habitantes de Muriel, corrió, junto a su hermana, a resguardarse en el interior de las casas de piedra rojiza, observando, a través de los pequeños agujeros de las contras de madera de las ventanas, el inmenso cazamariposas.

Desde las últimas casas, lugar por el que pasaba primero el viento desde su cambio de dirección, aparecieron los padres de Siro y Zonda, volando por encima de los tejados, con la ropa rasgada por la fuerza del viento, y su pelo rizo, moreno, enredado uno con el otro.



El viento, enfurecido al hallar en su camino un obstáculo de tales dimensiones, formó un pequeño tornado, para cambiar nuevamente de sentido, momento en que los padres de los pequeños rebotaron en la red, como si de un gran tirachinas se tratase, saliendo despedidos por encima del ciclón.

Tras unos segundos de silencio, los habitantes de Muriel salieron temerosos de sus casas, y , acompañados de Siro y Zonda, buscaron en los tejados, farolas y árboles a los padres de los pequeños, hasta que el niño, sonriente, señaló hacia la última chimenea del pueblo, en la que, colgados a ambos lados, y enredados por su pelo rizo, aparecieron un hombre y una mujer sujetando una cámara de fotos.



LA ÚLTIMA FOTOGRAFÍA


Desde el tejado, y aún enganchado en la chimenea, el padre de Siro y Zonda enfocó por última vez el objetivo de su cámara.

La fotografía, sin color, mostraría más adelante una decena de personas apoyando sus escaleras de viento en el tejado de la casa sobre la que habían caído, mientras sus hijos, les saludaban, sonrientes, desde el borde de la misma fuente que les había separado, sujetando un par de cazamariposas en lo alto.

Entre la multitud, acordeones, gaitas y tamboriles, celebraban su regreso.

A lo lejos, una inmensa red, sujeta únicamente por uno de sus extremos a una farola de Muriel, era mecida por una brisa que no hacía sino recordar que aquel era un camino imaginado para evitar, en la medida de lo posible, travesuras huracanadas. Era un camino para el viento.





BERTA. 2.04.2010

miércoles, 24 de febrero de 2010

CLOE

Un beso frío se escapó de los labios de Cloe. Era un beso ligero,
sin dueño, perdido entre la lluvia, una lluvia que ya no mojaba,
que ya no dolía.
 
La joven, inmóvil, observó cómo se alejaba, sin impedirlo, cansada,
rendida por el oleaje, por el viento del invierno, por el olor a bajamar.
 
El beso de Cloe suspiró profundamente, y se giró por última vez
para recordar su rostro, antes de echar a volar entre una tranquila
bandada de gaviotas.
 
Desde el cielo, la luz rosada del atardecer se filtró a través de aquel beso,mostrando a la joven una película de imágenes de colores vivos,
alegres, infinitos..que no hicieron sino arrancar una sonrisa de
sus labios sin calor.
 
Cloe dibujó al aire un beso rosado, cálido, incondicional. Y tomó conciencia de su rostro, de su vida y de sus sueños.
 

lunes, 15 de febrero de 2010

EL NIÑO QUE NO SABÍA CASI NADA.



Miguel era un niño muy pequeño. Tan pequeño, que aún no era un niño.

Le gustaba nadar, más que nada en el mundo, pero eso sí, como decía él, “sin soltarse”.

Nadaba boca arriba, boca abajo…y siempre mirándose los pies.

Los pies de Miguel eran los pies más bonitos del universo. Lo mismo pensaba de sus manos, de su barriga, de sus piernas…Y por cada pensamiento, un aplauso. Y por cada aplauso, una sonrisa.

A Miguel también le gustaba sumar. “Sin soltarse”.
Sumaba las horas los días, los meses...Y marcaba cada plazo en su carita de casi niño, en los dedos de sus pies y en su corazón.

El corazón de Miguel latía con fuerza, porque no sabía hacerlo de otra manera. Conocía otro corazón que lloraba, despacio; reía y amaba, a diferentes ritmos.Miguel deseaba aquella música que invadía su vida, porque tampoco conocía otras melodías.

Miguel no sabía casi nada: no sabía diferenciar la noche del día, el sol de la luna. No conocía el mar, la lluvia, el fuego. Tampoco había llorado, bebiendo lágrimas saladas, ni reído, con las mismas lágrimas, pero con diferente sabor.

Miguel no sabía caminar deprisa, con el viento rompiendo en la cara, ni abrazar fuerte. No conocía la playa, las heladerías, el circo..

Pero a Miguel le gustaba nadar, más que nada en el mundo. “Sin soltarse”. Y contar. Contaba las horas, los días, los meses…Y sabía, sin saber casi nada, que muy pronto sería un niño.

jueves, 11 de febrero de 2010

EL CANGREJO TITO



Tito era un cangrejo pequeño y rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por la vigorosidad de sus patas delanteras, adornadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubieran visto antes.

Las pinzas de las patas delanteras del cangrejo Tito eran color negro azabache, en donde se posaban los rayos de sol, para reflejarse después en las olas de mar que rompían en la orilla.

Tito presidía una pequeña playa plagada de estrellas de mar, navajas, mejillones y berberechos.

La playa era tan pequeña que, si abría las patas delanteras, tocaba con las puntas de sus grandes pinzas el principio y el final de la misma.

Desde la orilla, el cangrejo Tito controlaba la armonía de su diminuto paraíso, al compás de sus pinzas color negro azabache: con un chasquido, la decena de mejillones que descansaban en las rocas se abrían, saludando con orgullo a su pequeño amigo, retrocediendo al tiempo la marea, para que los mejillones respirasen y disfrutasen mientras de los cálidos rayos de sol.

Dos chasquidos de pinzas provocaban una sinfonía de conchas de berberechos que se abrían y cerraban con armonía, al compás de las batutas color negro azabache del cangrejo Tito, subiendo, mientras, la marea, para refrescar a los pequeños moluscos entre melodía y melodía.

La vida en la diminuta playa transcurría sin más sobresaltos que las frías lluvias otoñales, el fuerte viento invernal, o la molesta visita de alguna gaviota que acudía a la playa atraída por el sonido de los berberechos y el reflejo del negro azabache de las patas delanteras del cangrejo Tito.

Pero la fortuna quiso que, una noche de finales de agosto, el cangrejo Tito no consiguiese dormir, y la casualidad provocó que el mar hubiera arrastrado hasta la playa una piedra tan bonita como peligrosa, dando lugar, la combinación de ambos factores, a que el pequeño cangrejo, que paseaba por la playa a la luz de la luna, tropezase con la piedra, con la mala suerte de que su pequeño cuerpecito cayese boca arriba, siendo en vano todos sus esfuerzos por colocar otra vez sus patitas sobre la arena.

Transcurrían las horas sin que el cangrejo Tito se pudiera mover.

El calor comenzaba a hacer insoportable aquella situación, y los mejillones y los berberechos de la diminuta playa, se sentían confusos al no escuchar el sonido de las hermosas pinzas del cangrejo Tito.

La marea, inquieta, dejaba así de refrescar a los pequeños moluscos, para provocar, minutos después, una crecida tal que los mejillones y los berberechos tenían que aguantar la respiración para no morir ahogados.


El cangrejo Tito perdía el ánimo y la fuerza poco a poco.

Su color rojizo comenzaba a palidecer, para transformarse en un rosado pálido que nada bueno auguraba.

Pero los pequeños moluscos, reblandecidos por el agua del mar, comenzaron, en solitario, a entonar la sinfonía guiada, hasta entonces, por las pinzas color negro azabache del cangrejo Tito.

Su melodía y movimiento provocaron una primera ola que invadió parte de la playa en la que yacía el pequeño cangrejo.

Los mejillones, comprobando que el agua del mar podía alcanzar a su pequeño amigo, se unieron, provocando una oleada de aplausos al abrir y cerrar con fuerza sus conchas. Y lo hicieron con tanta fuerza, que una ola salada se deslizó bajo el cuerpo del cangrejo, ayudándole así a girarse hasta colocar sus débiles patitas sobre la arena.

Esa mañana de agosto, la marea subió tanto, en toda la costa, contagiada por aquella melodía, que en otras playas, con otros cangrejos rojizos, la vida venció al calor, y el agua salada, al color rosado.

Tito era un cangrejo pequeño, rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubiesen visto antes, pinzas de músico, de compositor. Pinzas, al fin y al cabo, de mareas vivas.

martes, 9 de febrero de 2010

EL CASTIGO



Apreté las rodillas contra mi cuerpo intentando protegerme del frío y de la oscuridad.

Sentadas, en el interior de aquel armario, el silencio solo era interrumpido por los sollozos de mi amiga Bea.

A los nueve años, era una niña normal, ni muy alta ni muy baja, ni guapa, ni fea. Normal.

Esa normalidad no destacaba entre mis compañeros de clase, así que desarrollé un mundo de fantasía y juego, de risas y magia, que compensaban mi tez blanca y mi melena morena, al fin y al cabo, normales.

De esta manera, dirigía grandes batallas de borradores, que lanzábamos por el aire como granadas de polvo blanco, utilizando los pupitres de trincheras, mientras la más valiente se adentraba en terreno enemigo disparando tizas a corta distancia; o inventaba signos secretos, que mi grupo de amigas utilizaba como una manera indescifrable de comunicación, y que supuso un gran avance en el método de copiar en los exámenes.

Mi amiga Bea aportaba razón a mi cabeza alada. Mi mundo de fantasía, mi sonrisa eterna, perdían color ante los comentarios sosegados de aquella niña de tirabuzones rubios.

Ella sí era especial. Porque era mayor, sin serlo. Porque, a pesar de no ser una gran oradora, sus palabras aparecían en el momento preciso, con el significado apropiado.
Su voz, serena, adulta, adiestraba los gritos de mi impulsividad.

Aquella mañana, la razón y la fantasía habían echado un pulso, como todas las mañanas, como todas las tardes de colegio, con el triunfo de aquélla última.

Mi amiga Bea y yo mirábamos cómplices, desafiantes, los percheros de la clase.

Vestíamos el mismo uniforme azul marino, lo suficientemente largos para que durasen un par de cursos más, con unas tablas a lo largo de la falda que no se mantenían planchadas más que dos o tres recreos.

El único alivio para aquel color sin serlo, era una camiseta blanca que se ocultaba bajo el pichi azul.

-¡ Ahora!

Dando la voz de salida, y habiendo pactado previamente las instrucciones del juego, corrimos hacia la primera puerta del armario. Una vez dentro, buscamos la siguiente puerta, que comunicaba con la primera, para volver a salir nuevamente al pasillo, y repetir la tarea tantas veces como puertas tenía aquel mueble, dejando detrás de nosotras un rastro de perchas, abrigos, bufandas..que caían sin remedio entre risas y empujones.

Habíamos perdido el aliento en aquella carrera de obstáculos, la voz, y los zapatos de mi amiga Bea, que siempre calzaba a modo de chancleta, lo que supuso una gran ventaja para mí dentro del perchero.

Las carcajadas y el desorden se congelaron ante la atenta mirada de la Madre Celia.

Las monjas de nuestro colegio eran todas Madres: Madre Tránsito, Madre Dolores..lo que nunca alcanzaba a comprender ya que ninguna de ellas tenía hijos (que yo supiese). Y todas vestían igual: con un hábito gris que cubría su cuerpo, dejando al aire únicamente su cara y sus manos, pero sin camiseta blanca que aliviase aquel color.

La Madre Celia podía tener noventa años, pero también podía tener cien, o doscientos.
Las arrugas de su cara caían con peso sobre su boca, dibujando una sonrisa al revés, pero sin enseñar los dientes, lo que le daba una imagen aún más tétrica.

Olía a armario cerrado, y su voz, grave, planchaba de una sola palabra las tablas de nuestro uniforme.

-¿ Quién ha hecho esto?

La pregunta era clara, concreta, y concisa. No daba lugar a réplica ni a disculpas.

Lo voy a repetir solo una vez. ¿ Quién, ha, hecho, esto?

Dando un paso al frente, mi amiga Bea y yo, rodeadas ahora de todas las alumnas que recogían, silenciosas, sus prendas del suelo, fuimos declaradas culpables en un juicio público, sin derecho a defensa.

Bea, ¿estás bien?

Fue lo más inteligente que conseguí decir después de 15 minutos de silencio y oscuridad.

La Madre Celia nos había encerrado de forma indefinida dentro del escenario de nuestra batalla.

Hacía frio. El colegio se había vaciado con los últimos gritos, ya lejanos, de unas niñas que corrían escaleras abajo.

Mi amiga lloraba, destiñendo el color azul marino de su uniforme bajo mis pies.

Mi amiga lloraba, inconsolable, porque su razón no entendía de castigos.

Reuniendo el valor que no había tenido para salir en su defensa, la cogí de la mano, y abrí , despacio, una de las puertas del armario, para comprobar que la Madre Celia nos había dejado solas, y que no había nadie en el aula, ni en el pasillo que empezaba donde finalizaba nuestra mazmorra.

¡Sígueme!

Atravesando el pasadizo de suelo rojo que separaba los dos bloques de edificios de aquel colegio, Bea y yo corrimos sintiendo la humedad en nuestras caras de niñas. Aquel pasillo dibujaba una curva interminable, estrechando sus paredes paso a paso, y dejando atrás varias puertas de madera con un interior tan desconocido como el final del pasadizo.

Mi intuición y el deseo de regalarle a Bea unos minutos de libertad, hicieron que, sin soltarle la mano, abriese la última puerta, la más pequeña, cuya madera agrietada y vieja hizo sonar un eco terrorífico a lo largo del pasillo de baldosas rojas que habíamos dejado atrás.

Ante nosotros, una escalinata de piedra se erguía, solemne, invitándonos a subir hacia el exterior de la fachada del colegio. Cada peldaño, cada paso, supuso para nosotras haber encontrado el camino hacia la libertad. Una libertad momentánea, escurridiza..pero nuestra.

El viento golpeaba con fuerza los rizos de mi amiga Bea y mi melena morena, normal.

En lo alto del campanario del colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, abrazadas, sellamos nuestro secreto mirando al mar, sabiendo que en pocos minutos recorreríamos aquel pasadizo de baldosas rojas, dejando atrás la puerta vieja de madera, para regresar, sigilosas, a nuestro castigo. Un castigo sin lágrimas. Un castigo sin frío.

lunes, 8 de febrero de 2010

BOTINES NEGROS DE CHAROL




Anabel miró la suela de sus zapatos. Solía hacerlo cuando estaba nerviosa, o después de un ataque fuerte de "la tos mala", como si la solución a sus problemas se hallase en los mismos.

Su madre siempre le decía que así parecía un caballo enfadado, y ella no podía sino imaginar cómo sería un caballo con zapatos. Y por cada vez que escuchaba esa frase, el animalito adquiría detalles: botines negros la primera vez; gafas muy redondas, la segunda..pareciéndose sospechosamente a ella.

Pero Anabel no pudo imaginar con mayor detalle a su pequeño potro desde que lo llenó de lunares, los mismos que decoraban su  piel: quince

Su madre, aquella tarde, le había explicado el significado de cada uno de aquellos lunares: Cada mujer de su familia había hecho realidad un deseo a lo largo de su vida, transformándose en pequeñas manchas en las siguientes generaciones.

La pequeña repasaba con sus dedos una y otra vez: un deseo y un lunar: la tía Enriqueta tuvo gemelos, el lunar del dedo gordo del pie; la abuela Gloria compró una granja, el lunar del ombligo..Pero por más que contaba, un lunar no tenía deseo. Era un lunar chiquitito, casi insignificante, debajo de la nariz.¿cómo iba a dibujarlo en su caballo?¿los caballos tenían nariz?

Anabel cerró los ojos con fuerza, apretando los puños, y pidió un deseo...solo uno...

El caballito de Anabel galopó con fuerza valle abajo, con sus botines negros de charol, y sus gafas redondas de institutriz. Tenía el cuerpo lleno de lunares: quince , y uno más grande debajo de la nariz.

Anabel no tosió nunca más.

domingo, 7 de febrero de 2010

LA PLAYA DE LA SONRISA

TEO


Teo dibujó un círculo perfecto rodeando su cuerpo de niño.

Agachado, sobre la arena de la playa, sintió satisfacción al comprobar que la curva trazada con su mano le regalaba el espacio suficiente para descansar con las piernas cruzadas, como un indio.

Desde que tenía uso de razón, había perfeccionado aquella postura, primero con la pierna izquierda sobre la derecha, y, con el paso del tiempo, con la pierna derecha sobre la izquierda, pero siempre apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas. Pensaba que así adoptaría una pose más solemne.

Y una vez allí, Teo se concentró en la línea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz.

La playa de la sonrisa era su playa preferida. Su forma de media luna, le recordaba a una carcajada pequeña, como una risa corta pero lo suficientemente dulce para descubrir una línea de dientes blancos que rompían en la orilla, junto a la arena.

En ocasiones, dejando volar su imaginación, pensaba que las oscuras rocas que gobernaban la playa, simulaban la dentadura de furiosos piratas, en aquella, su playa.

Teo conocía la existencia de otras playas cerca del diminuto pueblo en el que pasaba el tiempo.

No le gustaba decir que vivía en él, porque vivir significaba algo tan inmenso, que estaba convencido de que en esa palabra cabrían otras ciudades, otros amigos, y otras playas. Así que, a sus diez años recién cumplidos, Teo pasaba su tiempo en Villar.

Villar pertenecía a un municipio pesquero en el norte de España, principal motor de su economía; olía a lonja y a redes mojadas, y sonaba a gaviotas y a barcos de madera.

Sus acantilados, a veces rotos por pequeñas playas y ensenadas, aislaban al diminuto pueblo en una rutina nacida en el siglo XIII, dando lugar al envejecimiento de la población, hasta tal punto de que Teo estaba convencido de que era, junto con otros diez chiquillos, los únicos vecinos del pueblo que no habían nacido en aquel remoto siglo.

Y allí, en el interior de su círculo perfecto, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas, Teo desaparecía, cada tarde, imaginando a su alrededor, una cortina de niebla espesa como la que hacía sonar las sirenas de los barcos de madrugada.

Su corta edad no le permitía asumir una idea consciente sobre su físico, aunque las palabras de su padre, producían un eco en su recuerdo, facilitando esta tarea: “los niños gordos no salen a la mar”.

Aquella tarde, Teo no desapareció entre la niebla espesa, como otras tardes.

Arriesgándose a ser descubierto, salió de su círculo perfecto para buscar, entre las rocas negras, piedras no pulidas por la furia de la marea, lo suficientemente grandes para construir una fortaleza que ocultase su metro y medio de altura en la playa de la sonrisa.









NASA


-Mamá, ¡tengo algo importantísimo que decirte!.

-Para ti todo es importantísimo hijo. Si supieras lo que de verdad importa en esta vida, no molestarías a tu madre mientras está enredando.

-Pero mamá, es que es súper, súper importante. ¡Tan súper que cuando te lo cuente te vas a caer de la silla!. En el colegio han organizado una excursión….

- ¿Excursión? ¿Parloteas sobre excursiones cuando tu madre trabaja de sol a sol?. La nasa Teo, la nasa es lo importante. Es lo que nos da el potaje, lo que te da una educación, que yo no he tenío, lo que paga esta roñosa casa…! No lo olvides nunca hijo mío.

La madre de Teo se incorporó de su vieja silla de mimbre furiosa. O tal vez triste. O resentida. O todo a la vez.

El pequeño no distinguía el origen de aquellos sentimientos, pero sí conocía el final: su madre se encerraba en su cuarto a llorar durante horas. Era un llanto ahogado, doloroso, interminable, culpable, que hacía desaparecer a Teo entre la niebla espesa.

La madre de Teo vestía faldas largas y camisas grandes, muy por encima de la talla que le correspondía, pero el niño no sabía si la ropa había agrandado, o era su madre la que cada vez se hacía más pequeña.

Ya no se peinaba, ni sonreía como la playa de la media luna.

La nasa.

Teo conocía el trabajo de su madre, su cansancio, su tez envejecida que relataba, domingo tras domingo, la utilidad de las redes.

“La nasa, hijo mío, es una red de pescaje, como la que utilizaba papá .Su forma de cilindro engaña a los peces y al marisco en su entrada, pero sin salida, y asín que el cebo les atrae y les resulta imposible salir”

A estas alturas del relato Teo intentaba tragar saliva, domingo tras domingo, para no imaginar la espantosa secuencia.

“”Tu madre recubre la estructura de madera, unida, en forma de embudo dao la vuelta, con un paño de red”

Y así, sin levantar la mirada de su labor, las manos de la madre de Teo envejecían al mismo ritmo que su tez, y que la casa en la que pasaban su tiempo.







LA PRIMERA PIEDRA





Teo miró a su alrededor.

El sol de la tarde había ralentizado su búsqueda, pero , no en vano, había reunido las piedras suficientes para construir una fortaleza sólida y duradera.

Aún no había decidido durante cuántas horas, días o años iba a permanecer en ella.

Tampoco había decidido si compartiría con alguien aquel secreto, o sencillamente esperaría a que su madre levantase algún día la vista de la red para darse cuenta, un domingo, que su hijo no estaba escuchando su relato.

Teo no sabía definir su estado de ánimo, ni su forma de ser. Sabía que en el colegio tenía pocos amigos, y que el horizonte que separa el cielo del océano, era lo más lejos que había viajado desde su casa. Y mentiría si lo contase de esa manera, porque navegando con su padre, jamás de los jamases había alcanzado aquella línea.

Sabía que cuando fuese mayor, iba a salir a la mar, con la nasa que tanto odiaba, y que tendría que tragar saliva más de un millón de veces para poder trabajar. ¿Cuánto sería un millón de veces?

Así que, en definitiva, era como cualquier otro niño de Villar.

Teo arrastró la primera piedra hasta el borde del círculo. Era lo suficientemente grande para tapar media pierna, así que eligió otras piedras parecidas, en tamaño y forma, para construir el primer piso de aquella fortaleza.

Cuando terminó, se sentó con las piernas cruzadas, como un indio, comprobando que el espacio era lo suficientemente amplio para adoptar su postura preferida.

Teo empezó a sentir hambre, y en ese preciso instante fue consciente de que si iba a pasar horas, días o años allí, tendría que almacenar tanta comida que ya no podría cruzar las piernas como un indio, así que decidió, muy a su pesar, eliminar una de las piedras del círculo perfecto, porque sabía que alguien le encontraría, y que a través de aquél agujero que rompía la armonía de su fortaleza, le llevaría alimentos y bebida, para poder sobrevivir.

Y sin duda, ese alguien, era Bruno.














BRUNO



Bruno era el mejor amigo de Teo.

No era un mejor amigo de batallas, ni un mejor amigo de juegos, pero sin pensarlo dos veces, sería a la única persona a la que permitiría entrar en su círculo perfecto.

La amistad entre los dos niños nació con el primer llanto, los primeros biberones, y los primeros pasos.

En el colegio se sentaban en pupitres contiguos, y en el autobús en asientos unidos.

Sus madres tejían redes y sus padres eran o habían sido pescadores.

En realidad, no eran ellos los que se habían elegido como mejores amigos, sino que fue su pequeño pueblo, Villar, el que había realizado la elección por ellos.

Bruno era la antítesis de Teo.

Su delgadez extrema definía huesos que Teo nunca habría llegado a imaginar que existían en su propio cuerpo.

Participaba con sus padres en las duras tareas de pesca y tejido de red, sin escuchar una palabra más alta que la otra.

Pero había algo que les unía por encima de todo. Un gesto. Una señal de amistad incondicional: sus meñiques se entrelazaban como ningún meñique había encajado con otro desde que, en el siglo XIII, se había fundado Villar.

Había sido algo casual. No intencionado. Ni siquiera sabrían recordar la primera vez que habían entrelazado sus dedos. Pero aquel gesto significaba muchas cosas: “te apoyo”, “te he echado de menos”, “eres un amigo genial”…

Y es que los dedos meñiques no eran lo único que unía a Teo y a Bruno: la playa de la sonrisa era confidente de los secretos de los niños que, entre risas y llantos intentaban explicar sentimientos no conocidos y hechos inexplicables, fortaleciendo día a día una amistad que duraría toda la vida, aunque vivir implicase otras ciudades, otros amigos y otras playas.

Por eso Teo sabía que si alguien o algo se iba a asomar tarde o temprano por aquel espacio dejado por la piedra de la primera fila, sería el dedo meñique de Bruno, acompañado, o eso esperaba, en la otra mano, de un buen bocadillo de queso.











LA SEGUNDA FILA



Teo arrastró, sin esfuerzo, la segunda fila de piedras de su fortaleza. Eran piedras menos robustas, y más estrechas, para garantizar la verticalidad de las mismas.

Se encontró con algún problema para mantener en equilibrio dos de los bloques sobre el espacio vacío por el que iba a ser alimentado, pero lo solucionó enseguida. Después de todo, como decía su madre, no era un problema importante.

Si le preguntasen a Teo a cerca de los problemas de su vida, habría contestado que el primero era la nasa, porque les daba de comer, y pagaba su educación, y el alquiler de su casa, y el segundo, aunque su madre no se lo recordase todos los domingos, la muerte de su padre.

El padre de Teo era pescador, como todos los padres de Villar.

Ejercía la pesca de bajura que, a pesar de haber mantenido firmemente la idea durante años de que ese tipo de pesca estaba relacionada con la estatura de cada uno de los hombres del pequeño pueblo, que definiría en un futuro su oficio en la mar, su padre le había explicado, poco antes de morir, que se trataba de la pesca que se realizaba cerca de la costa con pequeñas embarcaciones, equipados con redes y sedales potentes, cuyas capturas desembarcaban de madrugada en la lonja.

Esta explicación no convencía demasiado al pequeño Teo que, increpado por su padre por su gordura, guardaba en su interior la esperanza de ser, en un futuro, el mejor pescador de altura, o, al menos, de media altura.

La noche en la que el padre de Teo murió en la mar, habían estado pintando juntos el nombre de su pequeña embarcación: Luna.

- Hijo, la luna es mi única compañera las noches de pesca. Ni siquiera la luz de las estrellas pueden atravesar la densa niebla, o las espesas nubes de tormenta.

Y con esa explicación, Teo sabía que jamás de los jamases le sucedería algo malo a su padre, porque la luna le protegería.

Pero aquella noche, como cada noche, cuando su madre y él despidieron a su padre en el muelle, el pequeño miró al cielo, y no vio la luna.

Teo bajó corriendo a la playa de la sonrisa, pero tampoco estaba allí.

Permaneció horas mirando el horizonte, dentro de su círculo perfecto, pero la luna, aquella noche, había decidido jugar al escondite con su padre, y, definitivamente, había ganado ella, porque la noche siguiente, lucía, tímida, en el cielo estrellado, mientras que su padre, nunca volvió a casa.











CELIA


Cuando Teo cumplió diez años, su madre le regaló su primera nasa.

Durante cinco largos minutos los ojos humedecidos de su madre le miraron de la forma más tierna que hubiese recordado, pero en ellos vio redes, a su padre, en el muelle, y el paso del tiempo.

Aquella ternura desapareció en el mismo instante en el que Teo le dio las gracias por aquel maravilloso regalo que no hacía más que recordarle a peces muertos y nécoras atrapadas en vida, pero, por su padre, y por su desafío, aquel niño gordo “que nunca podría salir a la mar”, se convertiría algún día en el mejor pescador de Villar.

Teo salió de la vieja casa con la nasa en la mano, caminando sin rumbo, cuando tropezó con la niña más cursi que había conocido en su corta vida.

Celia vestía con colores desconocidos para los ojos del niño; colores que no había visto en la ropa amplia de su madre, ni en el muelle, ni en la playa de la sonrisa. Colores que provocaron un ataque de risa incontrolable, y se expandieron, por arte de magia, de la ropa de la niña, a su cara.

Celia llevaba el pelo suelto, con el que se tapó la cara para disimular su vergüenza, porque no sabía de qué se reía aquel niño, porque no sabía quién era y porque nadie, en la ciudad, se había reído de ella de aquella manera.

A pesar de este nefasto comienzo, Celia y Teo compartieron un verano de juegos, risas y paseos, haciendo volar la cometa nueva de la niña, y recorriendo los acantilados “más peligrosos del mundo”, según el pequeño.


Celia supuso un golpe de aire fresco en la vida del niño. Una vida gris, marcada por la muerte de su padre y el silencio de su madre. Un aire fresco que se fue con el otoño, llevándose consigo todos los secretos de la gran ciudad que, en la playa de la sonrisa, le había desvelado la pequeña.



Teo casi había terminado de colocar la tercera fila de piedras, cuando una mariposa de colores se posó sobre el último agujero. Era una mariposa de alas majestuosas, de colores divertidos, que no hizo sino recordarle a la pequeña Celia.

Teo dejó otro hueco en la tercera fila de piedras de su fortaleza, para no molestar a la pequeña mariposa, o, tal vez, por si Celia volvía a buscarle, para reconocerla, desde el interior, con su ropa de colores.














LA FORTALEZA


Teo terminó la fortaleza cuando aún no se había puesto el sol.

No quería verle la cara a la luna. No quería ver su sonrisa burlona escondiendo el cuerpo de su padre.

El niño cubrió la última fila con piedras irregulares, que no habían sido útiles en filas anteriores, y se sentó, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus manos regordetas sobre las rodillas.

Su cuerpo se encontraba completamente oculto. El círculo era perfecto. La fortaleza era perfecta.

Pero Teo, en su afán por ocultarse entre la niebla densa, entre las piedras de la playa de la sonrisa, no previó que los huecos de Celia y de Bruno desestabilizarían el resto de las filas.

Pocos minutos después, las piedras comenzaron a caer sobre la arena, de una en una, primero, para desplomarse, estrepitosamente, a su alrededor.

Y Teo miró a la luna, desafiante, y pensó en el dedo meñique de Bruno, y en los colores de la ropa de Celia, y en el silencio de su madre, en la nasa, y en la casa vieja en la que vivían.

Teo se incorporó, borrando el círculo perfecto con sus manos, las mismas que lo habían dibujado horas atrás. Las mismas que habían construido una fortaleza que le había ocultado tanto tiempo, más que el que llevaba en la playa de la sonrisa.

Mirando la linea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz, sonrió.

Teo caminó, despacio, hacia su casa vieja, y escuchó complaciente el relato de su madre de los domingos, y la besó en la mejilla, sujetando entre sus manos la red a medio hacer, ofreciendo su ayuda, y divisando, desde el gris de aquella habitación, una vida repleta de colores de pesca de bajura.