jueves, 11 de febrero de 2010

EL CANGREJO TITO



Tito era un cangrejo pequeño y rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por la vigorosidad de sus patas delanteras, adornadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubieran visto antes.

Las pinzas de las patas delanteras del cangrejo Tito eran color negro azabache, en donde se posaban los rayos de sol, para reflejarse después en las olas de mar que rompían en la orilla.

Tito presidía una pequeña playa plagada de estrellas de mar, navajas, mejillones y berberechos.

La playa era tan pequeña que, si abría las patas delanteras, tocaba con las puntas de sus grandes pinzas el principio y el final de la misma.

Desde la orilla, el cangrejo Tito controlaba la armonía de su diminuto paraíso, al compás de sus pinzas color negro azabache: con un chasquido, la decena de mejillones que descansaban en las rocas se abrían, saludando con orgullo a su pequeño amigo, retrocediendo al tiempo la marea, para que los mejillones respirasen y disfrutasen mientras de los cálidos rayos de sol.

Dos chasquidos de pinzas provocaban una sinfonía de conchas de berberechos que se abrían y cerraban con armonía, al compás de las batutas color negro azabache del cangrejo Tito, subiendo, mientras, la marea, para refrescar a los pequeños moluscos entre melodía y melodía.

La vida en la diminuta playa transcurría sin más sobresaltos que las frías lluvias otoñales, el fuerte viento invernal, o la molesta visita de alguna gaviota que acudía a la playa atraída por el sonido de los berberechos y el reflejo del negro azabache de las patas delanteras del cangrejo Tito.

Pero la fortuna quiso que, una noche de finales de agosto, el cangrejo Tito no consiguiese dormir, y la casualidad provocó que el mar hubiera arrastrado hasta la playa una piedra tan bonita como peligrosa, dando lugar, la combinación de ambos factores, a que el pequeño cangrejo, que paseaba por la playa a la luz de la luna, tropezase con la piedra, con la mala suerte de que su pequeño cuerpecito cayese boca arriba, siendo en vano todos sus esfuerzos por colocar otra vez sus patitas sobre la arena.

Transcurrían las horas sin que el cangrejo Tito se pudiera mover.

El calor comenzaba a hacer insoportable aquella situación, y los mejillones y los berberechos de la diminuta playa, se sentían confusos al no escuchar el sonido de las hermosas pinzas del cangrejo Tito.

La marea, inquieta, dejaba así de refrescar a los pequeños moluscos, para provocar, minutos después, una crecida tal que los mejillones y los berberechos tenían que aguantar la respiración para no morir ahogados.


El cangrejo Tito perdía el ánimo y la fuerza poco a poco.

Su color rojizo comenzaba a palidecer, para transformarse en un rosado pálido que nada bueno auguraba.

Pero los pequeños moluscos, reblandecidos por el agua del mar, comenzaron, en solitario, a entonar la sinfonía guiada, hasta entonces, por las pinzas color negro azabache del cangrejo Tito.

Su melodía y movimiento provocaron una primera ola que invadió parte de la playa en la que yacía el pequeño cangrejo.

Los mejillones, comprobando que el agua del mar podía alcanzar a su pequeño amigo, se unieron, provocando una oleada de aplausos al abrir y cerrar con fuerza sus conchas. Y lo hicieron con tanta fuerza, que una ola salada se deslizó bajo el cuerpo del cangrejo, ayudándole así a girarse hasta colocar sus débiles patitas sobre la arena.

Esa mañana de agosto, la marea subió tanto, en toda la costa, contagiada por aquella melodía, que en otras playas, con otros cangrejos rojizos, la vida venció al calor, y el agua salada, al color rosado.

Tito era un cangrejo pequeño, rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubiesen visto antes, pinzas de músico, de compositor. Pinzas, al fin y al cabo, de mareas vivas.

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