domingo, 7 de febrero de 2010

LA PLAYA DE LA SONRISA

TEO


Teo dibujó un círculo perfecto rodeando su cuerpo de niño.

Agachado, sobre la arena de la playa, sintió satisfacción al comprobar que la curva trazada con su mano le regalaba el espacio suficiente para descansar con las piernas cruzadas, como un indio.

Desde que tenía uso de razón, había perfeccionado aquella postura, primero con la pierna izquierda sobre la derecha, y, con el paso del tiempo, con la pierna derecha sobre la izquierda, pero siempre apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas. Pensaba que así adoptaría una pose más solemne.

Y una vez allí, Teo se concentró en la línea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz.

La playa de la sonrisa era su playa preferida. Su forma de media luna, le recordaba a una carcajada pequeña, como una risa corta pero lo suficientemente dulce para descubrir una línea de dientes blancos que rompían en la orilla, junto a la arena.

En ocasiones, dejando volar su imaginación, pensaba que las oscuras rocas que gobernaban la playa, simulaban la dentadura de furiosos piratas, en aquella, su playa.

Teo conocía la existencia de otras playas cerca del diminuto pueblo en el que pasaba el tiempo.

No le gustaba decir que vivía en él, porque vivir significaba algo tan inmenso, que estaba convencido de que en esa palabra cabrían otras ciudades, otros amigos, y otras playas. Así que, a sus diez años recién cumplidos, Teo pasaba su tiempo en Villar.

Villar pertenecía a un municipio pesquero en el norte de España, principal motor de su economía; olía a lonja y a redes mojadas, y sonaba a gaviotas y a barcos de madera.

Sus acantilados, a veces rotos por pequeñas playas y ensenadas, aislaban al diminuto pueblo en una rutina nacida en el siglo XIII, dando lugar al envejecimiento de la población, hasta tal punto de que Teo estaba convencido de que era, junto con otros diez chiquillos, los únicos vecinos del pueblo que no habían nacido en aquel remoto siglo.

Y allí, en el interior de su círculo perfecto, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas, Teo desaparecía, cada tarde, imaginando a su alrededor, una cortina de niebla espesa como la que hacía sonar las sirenas de los barcos de madrugada.

Su corta edad no le permitía asumir una idea consciente sobre su físico, aunque las palabras de su padre, producían un eco en su recuerdo, facilitando esta tarea: “los niños gordos no salen a la mar”.

Aquella tarde, Teo no desapareció entre la niebla espesa, como otras tardes.

Arriesgándose a ser descubierto, salió de su círculo perfecto para buscar, entre las rocas negras, piedras no pulidas por la furia de la marea, lo suficientemente grandes para construir una fortaleza que ocultase su metro y medio de altura en la playa de la sonrisa.









NASA


-Mamá, ¡tengo algo importantísimo que decirte!.

-Para ti todo es importantísimo hijo. Si supieras lo que de verdad importa en esta vida, no molestarías a tu madre mientras está enredando.

-Pero mamá, es que es súper, súper importante. ¡Tan súper que cuando te lo cuente te vas a caer de la silla!. En el colegio han organizado una excursión….

- ¿Excursión? ¿Parloteas sobre excursiones cuando tu madre trabaja de sol a sol?. La nasa Teo, la nasa es lo importante. Es lo que nos da el potaje, lo que te da una educación, que yo no he tenío, lo que paga esta roñosa casa…! No lo olvides nunca hijo mío.

La madre de Teo se incorporó de su vieja silla de mimbre furiosa. O tal vez triste. O resentida. O todo a la vez.

El pequeño no distinguía el origen de aquellos sentimientos, pero sí conocía el final: su madre se encerraba en su cuarto a llorar durante horas. Era un llanto ahogado, doloroso, interminable, culpable, que hacía desaparecer a Teo entre la niebla espesa.

La madre de Teo vestía faldas largas y camisas grandes, muy por encima de la talla que le correspondía, pero el niño no sabía si la ropa había agrandado, o era su madre la que cada vez se hacía más pequeña.

Ya no se peinaba, ni sonreía como la playa de la media luna.

La nasa.

Teo conocía el trabajo de su madre, su cansancio, su tez envejecida que relataba, domingo tras domingo, la utilidad de las redes.

“La nasa, hijo mío, es una red de pescaje, como la que utilizaba papá .Su forma de cilindro engaña a los peces y al marisco en su entrada, pero sin salida, y asín que el cebo les atrae y les resulta imposible salir”

A estas alturas del relato Teo intentaba tragar saliva, domingo tras domingo, para no imaginar la espantosa secuencia.

“”Tu madre recubre la estructura de madera, unida, en forma de embudo dao la vuelta, con un paño de red”

Y así, sin levantar la mirada de su labor, las manos de la madre de Teo envejecían al mismo ritmo que su tez, y que la casa en la que pasaban su tiempo.







LA PRIMERA PIEDRA





Teo miró a su alrededor.

El sol de la tarde había ralentizado su búsqueda, pero , no en vano, había reunido las piedras suficientes para construir una fortaleza sólida y duradera.

Aún no había decidido durante cuántas horas, días o años iba a permanecer en ella.

Tampoco había decidido si compartiría con alguien aquel secreto, o sencillamente esperaría a que su madre levantase algún día la vista de la red para darse cuenta, un domingo, que su hijo no estaba escuchando su relato.

Teo no sabía definir su estado de ánimo, ni su forma de ser. Sabía que en el colegio tenía pocos amigos, y que el horizonte que separa el cielo del océano, era lo más lejos que había viajado desde su casa. Y mentiría si lo contase de esa manera, porque navegando con su padre, jamás de los jamases había alcanzado aquella línea.

Sabía que cuando fuese mayor, iba a salir a la mar, con la nasa que tanto odiaba, y que tendría que tragar saliva más de un millón de veces para poder trabajar. ¿Cuánto sería un millón de veces?

Así que, en definitiva, era como cualquier otro niño de Villar.

Teo arrastró la primera piedra hasta el borde del círculo. Era lo suficientemente grande para tapar media pierna, así que eligió otras piedras parecidas, en tamaño y forma, para construir el primer piso de aquella fortaleza.

Cuando terminó, se sentó con las piernas cruzadas, como un indio, comprobando que el espacio era lo suficientemente amplio para adoptar su postura preferida.

Teo empezó a sentir hambre, y en ese preciso instante fue consciente de que si iba a pasar horas, días o años allí, tendría que almacenar tanta comida que ya no podría cruzar las piernas como un indio, así que decidió, muy a su pesar, eliminar una de las piedras del círculo perfecto, porque sabía que alguien le encontraría, y que a través de aquél agujero que rompía la armonía de su fortaleza, le llevaría alimentos y bebida, para poder sobrevivir.

Y sin duda, ese alguien, era Bruno.














BRUNO



Bruno era el mejor amigo de Teo.

No era un mejor amigo de batallas, ni un mejor amigo de juegos, pero sin pensarlo dos veces, sería a la única persona a la que permitiría entrar en su círculo perfecto.

La amistad entre los dos niños nació con el primer llanto, los primeros biberones, y los primeros pasos.

En el colegio se sentaban en pupitres contiguos, y en el autobús en asientos unidos.

Sus madres tejían redes y sus padres eran o habían sido pescadores.

En realidad, no eran ellos los que se habían elegido como mejores amigos, sino que fue su pequeño pueblo, Villar, el que había realizado la elección por ellos.

Bruno era la antítesis de Teo.

Su delgadez extrema definía huesos que Teo nunca habría llegado a imaginar que existían en su propio cuerpo.

Participaba con sus padres en las duras tareas de pesca y tejido de red, sin escuchar una palabra más alta que la otra.

Pero había algo que les unía por encima de todo. Un gesto. Una señal de amistad incondicional: sus meñiques se entrelazaban como ningún meñique había encajado con otro desde que, en el siglo XIII, se había fundado Villar.

Había sido algo casual. No intencionado. Ni siquiera sabrían recordar la primera vez que habían entrelazado sus dedos. Pero aquel gesto significaba muchas cosas: “te apoyo”, “te he echado de menos”, “eres un amigo genial”…

Y es que los dedos meñiques no eran lo único que unía a Teo y a Bruno: la playa de la sonrisa era confidente de los secretos de los niños que, entre risas y llantos intentaban explicar sentimientos no conocidos y hechos inexplicables, fortaleciendo día a día una amistad que duraría toda la vida, aunque vivir implicase otras ciudades, otros amigos y otras playas.

Por eso Teo sabía que si alguien o algo se iba a asomar tarde o temprano por aquel espacio dejado por la piedra de la primera fila, sería el dedo meñique de Bruno, acompañado, o eso esperaba, en la otra mano, de un buen bocadillo de queso.











LA SEGUNDA FILA



Teo arrastró, sin esfuerzo, la segunda fila de piedras de su fortaleza. Eran piedras menos robustas, y más estrechas, para garantizar la verticalidad de las mismas.

Se encontró con algún problema para mantener en equilibrio dos de los bloques sobre el espacio vacío por el que iba a ser alimentado, pero lo solucionó enseguida. Después de todo, como decía su madre, no era un problema importante.

Si le preguntasen a Teo a cerca de los problemas de su vida, habría contestado que el primero era la nasa, porque les daba de comer, y pagaba su educación, y el alquiler de su casa, y el segundo, aunque su madre no se lo recordase todos los domingos, la muerte de su padre.

El padre de Teo era pescador, como todos los padres de Villar.

Ejercía la pesca de bajura que, a pesar de haber mantenido firmemente la idea durante años de que ese tipo de pesca estaba relacionada con la estatura de cada uno de los hombres del pequeño pueblo, que definiría en un futuro su oficio en la mar, su padre le había explicado, poco antes de morir, que se trataba de la pesca que se realizaba cerca de la costa con pequeñas embarcaciones, equipados con redes y sedales potentes, cuyas capturas desembarcaban de madrugada en la lonja.

Esta explicación no convencía demasiado al pequeño Teo que, increpado por su padre por su gordura, guardaba en su interior la esperanza de ser, en un futuro, el mejor pescador de altura, o, al menos, de media altura.

La noche en la que el padre de Teo murió en la mar, habían estado pintando juntos el nombre de su pequeña embarcación: Luna.

- Hijo, la luna es mi única compañera las noches de pesca. Ni siquiera la luz de las estrellas pueden atravesar la densa niebla, o las espesas nubes de tormenta.

Y con esa explicación, Teo sabía que jamás de los jamases le sucedería algo malo a su padre, porque la luna le protegería.

Pero aquella noche, como cada noche, cuando su madre y él despidieron a su padre en el muelle, el pequeño miró al cielo, y no vio la luna.

Teo bajó corriendo a la playa de la sonrisa, pero tampoco estaba allí.

Permaneció horas mirando el horizonte, dentro de su círculo perfecto, pero la luna, aquella noche, había decidido jugar al escondite con su padre, y, definitivamente, había ganado ella, porque la noche siguiente, lucía, tímida, en el cielo estrellado, mientras que su padre, nunca volvió a casa.











CELIA


Cuando Teo cumplió diez años, su madre le regaló su primera nasa.

Durante cinco largos minutos los ojos humedecidos de su madre le miraron de la forma más tierna que hubiese recordado, pero en ellos vio redes, a su padre, en el muelle, y el paso del tiempo.

Aquella ternura desapareció en el mismo instante en el que Teo le dio las gracias por aquel maravilloso regalo que no hacía más que recordarle a peces muertos y nécoras atrapadas en vida, pero, por su padre, y por su desafío, aquel niño gordo “que nunca podría salir a la mar”, se convertiría algún día en el mejor pescador de Villar.

Teo salió de la vieja casa con la nasa en la mano, caminando sin rumbo, cuando tropezó con la niña más cursi que había conocido en su corta vida.

Celia vestía con colores desconocidos para los ojos del niño; colores que no había visto en la ropa amplia de su madre, ni en el muelle, ni en la playa de la sonrisa. Colores que provocaron un ataque de risa incontrolable, y se expandieron, por arte de magia, de la ropa de la niña, a su cara.

Celia llevaba el pelo suelto, con el que se tapó la cara para disimular su vergüenza, porque no sabía de qué se reía aquel niño, porque no sabía quién era y porque nadie, en la ciudad, se había reído de ella de aquella manera.

A pesar de este nefasto comienzo, Celia y Teo compartieron un verano de juegos, risas y paseos, haciendo volar la cometa nueva de la niña, y recorriendo los acantilados “más peligrosos del mundo”, según el pequeño.


Celia supuso un golpe de aire fresco en la vida del niño. Una vida gris, marcada por la muerte de su padre y el silencio de su madre. Un aire fresco que se fue con el otoño, llevándose consigo todos los secretos de la gran ciudad que, en la playa de la sonrisa, le había desvelado la pequeña.



Teo casi había terminado de colocar la tercera fila de piedras, cuando una mariposa de colores se posó sobre el último agujero. Era una mariposa de alas majestuosas, de colores divertidos, que no hizo sino recordarle a la pequeña Celia.

Teo dejó otro hueco en la tercera fila de piedras de su fortaleza, para no molestar a la pequeña mariposa, o, tal vez, por si Celia volvía a buscarle, para reconocerla, desde el interior, con su ropa de colores.














LA FORTALEZA


Teo terminó la fortaleza cuando aún no se había puesto el sol.

No quería verle la cara a la luna. No quería ver su sonrisa burlona escondiendo el cuerpo de su padre.

El niño cubrió la última fila con piedras irregulares, que no habían sido útiles en filas anteriores, y se sentó, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus manos regordetas sobre las rodillas.

Su cuerpo se encontraba completamente oculto. El círculo era perfecto. La fortaleza era perfecta.

Pero Teo, en su afán por ocultarse entre la niebla densa, entre las piedras de la playa de la sonrisa, no previó que los huecos de Celia y de Bruno desestabilizarían el resto de las filas.

Pocos minutos después, las piedras comenzaron a caer sobre la arena, de una en una, primero, para desplomarse, estrepitosamente, a su alrededor.

Y Teo miró a la luna, desafiante, y pensó en el dedo meñique de Bruno, y en los colores de la ropa de Celia, y en el silencio de su madre, en la nasa, y en la casa vieja en la que vivían.

Teo se incorporó, borrando el círculo perfecto con sus manos, las mismas que lo habían dibujado horas atrás. Las mismas que habían construido una fortaleza que le había ocultado tanto tiempo, más que el que llevaba en la playa de la sonrisa.

Mirando la linea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz, sonrió.

Teo caminó, despacio, hacia su casa vieja, y escuchó complaciente el relato de su madre de los domingos, y la besó en la mejilla, sujetando entre sus manos la red a medio hacer, ofreciendo su ayuda, y divisando, desde el gris de aquella habitación, una vida repleta de colores de pesca de bajura.

7 comentarios:

  1. el cangrejo tito!!!
    el cangrejo tito!!!!!!

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  2. Sí hay que saber dejar pasos abiertos en las fortalezas que edificamos, aunque corramos el riesgo de encontrarnos cara a cara con nuestros propios miedos...Dominique

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  3. Qué bien lo has entendido Dominique!! Al final, tarde o temprano, el muro se cae por su propio peso, agrietado..Nos pasamos tanto tiempo construyendo muros que perdemos el privilegio y la oportunidad de VIVIR. Como decía un conocido filósofo: no pierdas el tiempo buscando el sentido a la vida. Vívela.

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  4. Muchos "playasos" hay en tu tierra y mar donde niños,adultos y mayores juegan , divierten y se divierten en su sonrisa procurando,sin pensarlo,seguir las armoniosas lineas que trazas.

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  5. Se quien eres..solo tu podrias utilizar la palabra "playasos"..(¿no os mereceriais un gorro?). Gracias por compartir mis armoniosas lineas!!Siempre juntos.

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  6. Por un momento he llegado a sentir la salitre en mi cara.
    ¡ Si es que estabas predestinada a terminar en la Consellería del Mar!.
    Esta historia, simplemente, me encanta. He llegado a percibir los sentimientos de TEO.

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  7. Gracias!! Es uno de los cuentos que tengo que retomar y corregir ahora que he trabajado un poco más..abrazo!

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