miércoles, 17 de noviembre de 2010

LA CHICA DE LA PARADA

Era la chica de mi parada.

Se cubría con la misma capa gris todos los meses de frío. De octubre a marzo. Lo sé porque una mancha de pasta de dientes adornaba su manga derecha desde hacía varias semanas. Supongo que le habría gustado nacer en alguna isla paradisíaca para sudar todos los días del año y lucir una piel dorada coloreada por collares largos y pulseras con conchas de todos los tamaños. Ella misma elegiría una a una las piezas y seguramente se sentaría en la playa pensativa, con el puño de tesoros cerrado , mientras escondía los pies bajo la arena.

O no.

Era la chica de las ocho en punto.
A pesar de su puntualidad, sé que a veces imaginaba cómo sería su vida si el despertador sonase cinco minutos más tarde y no pudiese coger ese autobús. Quizá conocería a un escritor en crisis, de esos que atraen a las chicas universitarias, con el pelo cano revuelto, las gafas estratégicamente colocadas en la punta de la nariz y con la única compañía de una pila de libros tan arrugados como la piel de sus manos. Ella tropezaría con él, y le ayudaría a recoger del suelo su montón-de-historias-para-no-dormir. Al recoger sus gafas y colocarlas otra vez en la punta de la nariz, él reconocería a su musa, porque no podría ser de otra manera, y la llevaría de la mano alrededor del mundo y crearía para ella tantos poemas de amor como bellas ciudades escuchasen sus gemidos de placer.

O no.

Era la chica sin sonrisa.
La mujer sin dientes. La joven sin luz. Supongo que su padre había abusado de ella cuando era solo una niña, con el consentimiento tácito de su madre. Elegiría la cocina para hacerlo, porque los cobardes son así, y siempre después de la cena de los miércoles: revuelto de gambas y espinacas. Él se acercaría sigiloso, para acariciar su cuerpo entre el ruido de los platos y la espuma del fregadero. Para robar años de risa infantil.

O no.

Era la chica de mi mirada.
Porque sus ojos eran lo primero que veía cuando abría los míos y lo último que imaginaba antes de dormir. A veces pensaba que no conocía su nombre, así que decidí llamarla Laura. Creo que esas letras se adaptaban perfectamente a su pelo rojizo, a sus uñas mordidas y a sus botas de charol negras.

Le robé la mirada porque era lo único que podía tener de ella sin tenerla.
Y a partir de ese momento Laura me cogía la mano para subir al autobús porque no podía ver las escaleras, ni contar el dinero para pagar el viaje.

Siempre elegía para ella el asiento más cercano a la puerta y si estaba ocupado la miraba de reojo, con compasión, para que el pasajero de turno le cediese ese sitio. Su sitio.
Y su mirada era ahora mía.
O no.


Era la chica sin labios.

La besé. La besé como se besa por primera vez. Con la misma torpeza y la misma pasión. Y Laura abrió un poco la boca. Primero tímida. Pero en seguida noté la punta de su lengua en mis dientes. Y le cogí la mano para que supiese que era yo. La misma mano que le ayudaba a subir al autobús todos los días. Y nos abrazamos. Y le robé los labios porque no los necesitaba. Yo podía hablar por ella. Podía sentir por ella. Podía amar por los dos.

O no.

Eran las ocho en punto y Laura aún no había llegado a la parada. Decidí esperar cinco minutos más. Una hora más. Dos días más. No aparecía. Y empezaba a llover. Primero se borraron sus sueños de calor y aventura. Y ya no podía recordar si le gustaba el frío o el calor, o si había sido su padre el que había abusado de ella o jugaban en la cocina a lavar los platos entre risas, espuma y gritos infantiles. Y le devolví la mirada porque ya no la necesitaba. Y la lluvia borró el beso.

Era la chica de mi parada. Me habría gustado saber algo de ella. Pero solo sé que vestía la misma capa gris todos los meses de frío. De octubre a marzo.


Quizá le tendría que haber pedido el teléfono.








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martes, 9 de noviembre de 2010

ADIOS

Tenía la boca llena de palabras, pero no podía elegir cuál de ellas sería la primera, la que cogería de la mano a las demás para echar a volar hasta sus oídos.

Solo podía mirarle.

Con la maleta en una mano, y el bolso en la otra, su cuerpo, clavado en el suelo de aquel aeropuerto, se congeló de amor.

Quería recordarle. En silencio

domingo, 7 de noviembre de 2010

EL AMOR DE MIS A VECES

Descubro tus lunares y tu piel escondida
Y el eco de la calma en tu sonrisa
Porque eres el amor de mis a veces

Encuentro al final del silencio
El primer latido que me aprieta
Porque eres el amor de mis a veces

Despido uno a uno a mis amantes
Desde el sueño que me abraza a ti
Porque eres el amor de mis a veces

Cariño las palabras que inventamos
Para saber de ti y tú de mí
Porque eres el amor de mis a veces