jueves, 3 de marzo de 2011

UNA TARDE EN LOS TOROS

Joaquín Fernández “El Chaval de la Cerámica” salió corriendo de la plaza en cuanto escuchó el bufido del toro. Por su profundidad y duración, debía de corresponder a un animal de más de 500 kilos de peso, astinegro, de olor a muerte y con unos ojos que se clavarían como banderillas en la espalda del hombre entre verónica y verónica.

El toro, una vez abierta la portezuela de madera, caminó despacio hacia el burladero, mientras clavaba sus pezuñas en la arena, bravo, dispuesto a desafiar a aquel saco de huesos, de nariz aguileña y piernas torcidas, que había reconocido en los carteles de la plaza.

El silencio de los aficionados lo recibió con el respeto debido a un animal de tal tamaño, si bien al toro no le resultó de su agrado haber triunfado en la corrida antes de salir al ruedo, así que siguió el rastro de miedo de Joaquín Fernández “El Chaval de la Cerámica” hasta el pueblo.

Con los codos sobre la barra y la cabeza ladeada, el torero bebía tazas de vino tinto aún vestido de luces fundidas.

Los clientes de la tasca sacaron de sus bolsillos pañuelos blancos que agitaron al son de Paquito el chocolatero

El animal se acercó al torero y le cortó las dos orejas.

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