lunes, 6 de septiembre de 2010

TU MEMORIA EN MI

Caminaba despacio, como sin con cada paso echase un ancla lleno de recuerdos. Uno, dos, uno, dos…Mi madre la agarraba por el codo, frágil y huesudo, mientras yo le tendía las manos, de frente, como un padre cuando alienta los pasos de su retoño.
Le sonreía. Siempre le sonreía. Pensaba que así caminaría con más seguridad. Que no sentiría la inestabilidad de sus piernas, el dolor agudo de sus caderas octogenarias ni la debilidad de sus brazos, cuna de dos generaciones.
- Venga abuela, un poco más. Ya estás cerquita - le susurré ladeando la cabeza.
Encima de la mesa de la cocina le esperaban unas lentejas con mucho chorizo. Era su plato preferido, y pensé que el olor del puchero caliente podría darnos conversación toda la tarde.
La vida de mi abuela se había convertido en una película de pequeñas escenas cotidianas, por eso muchas veces la visitaba para charlar sobre los geranios nuevos de la vecina del primero, para preguntarle si las nubes de la tormenta de verano le habían levantado dolor de cabeza, o para mostrarle los últimos pasos de baile que había aprendido y que ella acompañaba con palmadas suaves.
Hicimos una pausa a pocos metros de la mesa.
-No sé si el chorizo estará cortado a tu gusto-le dije mientras acariciaba sus manos e intentaba caminar hacia atrás sin dejar de sonreír.
-La servilleta-me contestó mientras miraba hacia la mesa
Mi madre tensó todos los músculos de su cuerpo, como si le hubiesen dado el susto de su vida.
- ¡La servilleta!-exclamó sin soltar el codo de mi abuela
Sentí cómo la decepción descomponía su rostro de hija abnegada. No importaban las noches en vela, las carreras al hospital. No importaban las horas de menos. Habíamos olvidado la servilleta blanca de papel.
Como un huracán abrí todos los cajones de la cocina. Busqué en las alacenas y en los estantes más altos. Vacié la despensa en la búsqueda desesperada de una servilleta de papel.
-¡La encontré!-grité desde el salón mientras corría hacia la cocina y la agitaba en el aire.
Mi abuela, ya sentada frente al plato de lentejas, me sonrió, e interrumpió así bruscamente mi carrera.
La miré milésimas de segundo. El tiempo suficiente para saber que ella vivía en mí, y yo en ella. Que le había regalado mis primeros pasos, y ella a mí, los últimos.
Me acerqué a su lado y, como siempre, recorté la servilleta a la mitad.
-Son muy grandes-me dijo una vez más-No sé por qué las hacen tan grandes.
Mi madre, mientras, intentaba justificar el olvido con su carácter servicial.
-Mamá, ¿te pongo más comida?, ¿quieres algo de pan? ¡Mira que no te vayas a quedar con hambre!-dijo nerviosa mientras fregaba unos platos sin prestar atención a sus manos, que se movían rápido bajo el agua del grifo-La servilleta. No sé en qué estaba pensando la verdad. ¿Estás cómoda? ¿Quieres un cojín? Vamos a tener que comprar otras sillas. Esas son durísimas. Te dolerá la espalda. Seguro. La servilleta mamá, me olvidé de ella…
Salió de la cocina llorando, con los guantes rosas manchados aún de jabón y grasa.
Mi abuela me miró agradecida, mientras la comida bailaba en la cuchara al ritmo del temblor de su mano.
-Me gusta cómo cocina tu madre. Por la tarde le pregunto la receta. ¿Te conté alguna vez la historia de tu abuelo y las lentejas con chorizo?