miércoles, 31 de agosto de 2011

EL CANARIO DE LUCÍA


Lucía copiaba sus peinados de revistas viejas mientras su canario observaba desde una pajarera de barrotes blancos el arte capilar de su dueña. Cuando al fin se peinó un moño alto recogido con una rama de olivo, el pájaro abrió la puerta de la jaula y después de sobrevolar la cabeza de la mujer, anidó en el moño, adornando con sus plumas el peinado de Lucía.

lunes, 29 de agosto de 2011

PASOS


Nunca imaginé que la decisión más difícil de mi vida sería elegir el calzado que vistiese tus pies desnudos el día de tu funeral.

En cuanto me comunicaron tu muerte, conduje sin prisa hasta la casa que había sido tu única compañera durante los últimos diez años. Con el mismo sosiego, guardé los vestidos de cóctel y cenas de gala, y ordené en pequeñas cajas de cartón tus pañuelos de seda aún sin estrenar, porque no creo que supieses cuántos conservabas en el primer cajón de la mesita de noche.

Y ahora estoy aquí, sentada delante del baúl que preside tu cama, con las piernas cruzadas, como si aún tuviese edad de comer piruletas, sin saber qué par de zapatos escoger.

Siempre te ha gustado coleccionar calzado. Mientras mi nostalgia revisaba álbumes de fotos, he sumado hasta trescientos pares diferentes. No había nada que te detuviese ante unas sandalias de esparto para ir a la playa o unas bailarinas rojas adornadas con un minúsculo lazo sobre la sonrisa de los dedos de tus pies.

Y ahora ya no recuerdo si tus zapatos favoritos tenían mucho tacón o por el contrario, te gustaba imaginarlo. Porque ya no sé mamá si cenábamos las dos juntas en esas casas de lo que llamabas “gente muy adinerada“, o por el contrario eras tú la que bajabas de puntillas las escaleras para escapar con los pies desnudos a un cuento que ya no creo.

Tu muerte me ha dejado huérfana de sueños y recuerdos, y el dolor de la ausencia no cabe en este baúl de pequeños milagros.

Siempre me has enseñado que una mujer con una talla treinta y seis de calzado tiene que ser más valiente que una mujer que sujete su cuerpo con la única ayuda de sus pies. Y ahora solo puedo llorar escondida en el vacío de tu locura.

Hace un rato había decidido que no te podías despedir sin el sonido de tus tacones. Pero el tacto de la piel de esos zapatos me ha hecho vomitar otra vez sobre la alfombra de la habitación. Los sostuve unos segundos sobre la palma de mis manos y te oí gemir; y te olí por primera vez infiel, y mi cuerpo de niña no pudo comprender por qué arañabas otra piel, otro nombre diferente a padre. Y vomité tu nombre aquella noche tantas veces que aún me duelen tus tacones.

Encontré en el fondo del baúl las botas azules que usabas los días de tormenta. Y comenzó a llover en tu dormitorio mientras jugabas con los charcos. Y descubrí, asida de tu mano, pequeños renacuajos escondidos entre el musgo y el barro. Te reías como si pudiésemos volar por encima de las nubes negras y guardar en tus botas el recuerdo de las tardes de otoño.


Te has despedido demasiado pronto mamá. Te has ido descalza, con pisadas tan rápidas que no encuentro tus huellas en el barro.

La marea de tu vida ahogó mi niñez entre secretos y música de agua. Entre tacones y botas para la lluvia. Y ahora no puedo entender, no quiero comprender. ¿Quién eras mamá? ¿Eras la mujer de los labios de color rojo carmín o la mano que acariciaba mi pelo mientras dormía?

Recordé entonces tus zapatillas blancas. Las que usabas para caminar por casa porque decías que eran las zapatillas más cómodas del mundo.

Vacíe el baúl y decenas de pares de zapatos cubrieron el suelo de la habitación: botas de piel, calzado deportivo sin cordones, alpargatas de tela para ir a la playa, sandalias doradas para las ocasiones especiales…

En el fondo del mueble, esperándome, hallé tus zapatillas blancas, como tu piel ahora. Frías, como tu piel ahora. Porque estés donde estés mamá y vayas a donde vayas, quiero soñarte en pijama, en bata, abrazada a ti en el sofá, bajo una manta. Y siento que eres tú, con tu calzado de casa, y sueño que soy yo, mientras cuento los pasos, con mis pies desnudos, sobre tus zapatillas blancas.

domingo, 28 de agosto de 2011

SED

Escanció su nombre en un vaso vacío, pero algunas letras salpicaron el viento. Sin saberlo, había bebido a la mujer equivocada.

domingo, 21 de agosto de 2011

POESÍA SIN TI

La coordenada de los versos
esconde la balanza entre tú y nada
en una marea sin brújula
del norte que no soy y no eres

Y me pierdo entre las musas
que oculto con puntos suspensivos
en ideas secuestradas
por letras encadenadas a ti

Salto de la t de tu corazón
a la prisión del final versado
porque en la asonancia de mi escondite
la soledad rima el vacío de tu voz.

domingo, 14 de agosto de 2011

EL MUSICAL

La voz escondida del teatro anunciaba el comienzo del espectáculo cuando alcancé la puerta principal.

Algunas hojas barrían de las escaleras el otoño. Un hombre vestido con pantalón negro y chaqueta roja y con un bigote espeso en forma de sonrisa rasgó la invitación que había guardado en el fondo de mi bolso y que encontré después de bucear en su interior con mi mano ciega, como si se tratase de un laberinto sin salida: a la derecha de la cartera, dos pisos más abajo del móvil, y otra vez a la izquierda hasta el bolsillo pequeño.

El hombre sonrió con familiaridad. Su mirada me invitó a contar el número de arrugas que adornaban sus ojos, de la misma manera que lo había hecho tantas veces de niña con mi abuelo. “Veinte arrugas”. “¿Pero has contado las de los dos ojos?” “A ver, sonríe otra vez. Sí abuelito, son veinte.”

Consultó mi asiento en las letras de la invitación y después de encender una linterna tan pequeña como su dedo pulgar, me indicó que le siguiese en el interior de la sala.

Mi asiento se encontraba en la primera fila del patio de butacas, tan cerca del escenario que al parecer ningún otro asistente había optado por adquirir una localidad en una zona tan próxima al espectáculo.

En la oscuridad del silencio, abrí el programa de aquel musical. Constaba de cuatro actuaciones. Varios artistas iban a interpretar a lo largo de la noche piezas de diferentes estilos tituladas “Niña“, “Sola Navidad“, “El éxito” y “Mañana” .

Me acomodé en la butaca mientras arrastraba la espalda hasta el borde del asiento y apoyaba la cabeza en el sillón.

Una cigüeña que lucía una pajarita rosa asomó la cabeza en el medio del telón. Me miró, dio un salto hacia adelante, extendió sus alas inmensas a lo largo del escenario, y echó a volar hasta perderse en la oscuridad de la sala mientras el eco de los sonajeros invadían de música infantil el teatro.

Sobre el escenario aparecieron cuatro personas que celebraban la Navidad sentados alrededor de una mesa de madera. Un hombre de pelo cano y mirada amable presidía aquella fiesta. Se peinó el bigote juntando los dedos índice y pulgar. Conté veinte arrugas cuando sonrió. El hombre abandonó la escena mientras cantaba con los brazos extendidos. Mientras, el resto de aquella familia musical, hacía el coro de la canción a varias voces. Una a una las personas que rodeaban aquella mesa adornada con velas de color rojo y cestas de turrones de chocolate, abandonaron el decorado, hasta que solo permaneció sobre el escenario una joven que vestía un camisón azul. Nunca me ha gustado ese color. Es el color de la soledad.

“Levántate Laura” “¿Es hora de ir al colegio? Está todo muy oscuro” “Ven pequeña, ven, así, agárrate a mi cuello, quítate el camisón, tienes que vestirte como una señorita” “¿Han regresado papá y mamá de las vacaciones? Tía Elena, ¿sabes si me han traído muchos regalos? ¿Por qué lloras?”

Cuando se cerró el telón no escuché ningún aplauso. La soledad de color azul se posó una vez más sobre mis ojos. Otra vez ese silencio, pensé. Me acomodé en la butaca mientras sobre el escenario aparecía un decorado de oficina: varias mesas negras y planos extendidos sobre atriles metálicos diseñaron el paisaje de la tercera actuación. Un grupo de jóvenes interpretó un pequeño musical en el que varios amigos arquitectos inauguraban un despacho vanguardista y celebraban el éxito de su proyecto.

Observé una a una las butacas que me rodeaban. No había nadie en las primeras filas del teatro.

La misma voz que había anunciado el inicio del espectáculo informó que después de cinco minutos de descanso se reanudaría la actuación. Se encendió la luz de la sala y los focos iluminaron mi asiento. Me puse de pie. Estaba sola en el interior de aquel teatro. Desde los palcos laterales las butacas de color rojo observaban el espectáculo de mi vida, mientras dos cigüeñas volaban alrededor de la cúpula de la sala. Una de ellas sujetaba con su pico un cesto de mimbre adornado con un gran lazo blanco.

Posé la mano sobre mi vientre. Vida. Corrí por el pasillo central perseguida por el olor a pasado. Salí del teatro cuando se anunciaba el comienzo de la última actuación. No quería conocer mi futuro. Había decidido componer la melodía de mi vida. La partitura de mañana.