domingo, 14 de agosto de 2011

EL MUSICAL

La voz escondida del teatro anunciaba el comienzo del espectáculo cuando alcancé la puerta principal.

Algunas hojas barrían de las escaleras el otoño. Un hombre vestido con pantalón negro y chaqueta roja y con un bigote espeso en forma de sonrisa rasgó la invitación que había guardado en el fondo de mi bolso y que encontré después de bucear en su interior con mi mano ciega, como si se tratase de un laberinto sin salida: a la derecha de la cartera, dos pisos más abajo del móvil, y otra vez a la izquierda hasta el bolsillo pequeño.

El hombre sonrió con familiaridad. Su mirada me invitó a contar el número de arrugas que adornaban sus ojos, de la misma manera que lo había hecho tantas veces de niña con mi abuelo. “Veinte arrugas”. “¿Pero has contado las de los dos ojos?” “A ver, sonríe otra vez. Sí abuelito, son veinte.”

Consultó mi asiento en las letras de la invitación y después de encender una linterna tan pequeña como su dedo pulgar, me indicó que le siguiese en el interior de la sala.

Mi asiento se encontraba en la primera fila del patio de butacas, tan cerca del escenario que al parecer ningún otro asistente había optado por adquirir una localidad en una zona tan próxima al espectáculo.

En la oscuridad del silencio, abrí el programa de aquel musical. Constaba de cuatro actuaciones. Varios artistas iban a interpretar a lo largo de la noche piezas de diferentes estilos tituladas “Niña“, “Sola Navidad“, “El éxito” y “Mañana” .

Me acomodé en la butaca mientras arrastraba la espalda hasta el borde del asiento y apoyaba la cabeza en el sillón.

Una cigüeña que lucía una pajarita rosa asomó la cabeza en el medio del telón. Me miró, dio un salto hacia adelante, extendió sus alas inmensas a lo largo del escenario, y echó a volar hasta perderse en la oscuridad de la sala mientras el eco de los sonajeros invadían de música infantil el teatro.

Sobre el escenario aparecieron cuatro personas que celebraban la Navidad sentados alrededor de una mesa de madera. Un hombre de pelo cano y mirada amable presidía aquella fiesta. Se peinó el bigote juntando los dedos índice y pulgar. Conté veinte arrugas cuando sonrió. El hombre abandonó la escena mientras cantaba con los brazos extendidos. Mientras, el resto de aquella familia musical, hacía el coro de la canción a varias voces. Una a una las personas que rodeaban aquella mesa adornada con velas de color rojo y cestas de turrones de chocolate, abandonaron el decorado, hasta que solo permaneció sobre el escenario una joven que vestía un camisón azul. Nunca me ha gustado ese color. Es el color de la soledad.

“Levántate Laura” “¿Es hora de ir al colegio? Está todo muy oscuro” “Ven pequeña, ven, así, agárrate a mi cuello, quítate el camisón, tienes que vestirte como una señorita” “¿Han regresado papá y mamá de las vacaciones? Tía Elena, ¿sabes si me han traído muchos regalos? ¿Por qué lloras?”

Cuando se cerró el telón no escuché ningún aplauso. La soledad de color azul se posó una vez más sobre mis ojos. Otra vez ese silencio, pensé. Me acomodé en la butaca mientras sobre el escenario aparecía un decorado de oficina: varias mesas negras y planos extendidos sobre atriles metálicos diseñaron el paisaje de la tercera actuación. Un grupo de jóvenes interpretó un pequeño musical en el que varios amigos arquitectos inauguraban un despacho vanguardista y celebraban el éxito de su proyecto.

Observé una a una las butacas que me rodeaban. No había nadie en las primeras filas del teatro.

La misma voz que había anunciado el inicio del espectáculo informó que después de cinco minutos de descanso se reanudaría la actuación. Se encendió la luz de la sala y los focos iluminaron mi asiento. Me puse de pie. Estaba sola en el interior de aquel teatro. Desde los palcos laterales las butacas de color rojo observaban el espectáculo de mi vida, mientras dos cigüeñas volaban alrededor de la cúpula de la sala. Una de ellas sujetaba con su pico un cesto de mimbre adornado con un gran lazo blanco.

Posé la mano sobre mi vientre. Vida. Corrí por el pasillo central perseguida por el olor a pasado. Salí del teatro cuando se anunciaba el comienzo de la última actuación. No quería conocer mi futuro. Había decidido componer la melodía de mi vida. La partitura de mañana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario