martes, 6 de julio de 2010

COLORES

Pascual sujetó el pincel con fuerza para que el temblor de su mano no dejase una huella de vejez en el cuadro.

Desafiando con su mirada al lienzo que se erguía ante él, pensó en las historias sin pintar que le rodeaban en aquel estudio. Decenas de telas en blanco se amontonaban sin orden entre paisajes, retratos inacabados y esbozos de escenas sin color.

El pintor recordaba algunos de aquellos lugares y personajes con el mismo cariño que un padre mira a sus hijos: los había visto nacer, crecer y finalmente morir, siendo su firma el epitafio.

Para él terminar un cuadro suponía meses, incluso años de trabajo. Cada uno de ellos escondía un conflicto diferente porque no siempre sus protagonistas estaban de acuerdo con las decisiones que había tomado.

Sonriendo, miró a Marinita, que se había quedado dormida en la mecedora destartalada que adornaba el estudio. Se acercó a ella para taparla con una manta. El frío del otoño se colaba entre las rejas de la ventana.

Había sido su confidente cuando trabajaba con tanta intensidad y precisión que a penas corregía sus obras, fruto de una creatividad desmesurada.

Y era allí donde vivía la mujer, acompañada de otros personajes, en algún lugar entre la imaginación del pintor y el lienzo en el que habían nacido.

Marinita movió la nariz en sueños, casi asintiendo a los pensamientos de su mentor. Era una mujer corpulenta y tan divertida como coqueta.

Pascual la había pintado bailando con castañuelas junto a más mujeres, pero había sido ella la única que había despertado su curiosidad. Y no podía ser para menos: un solo estornudo fue suficiente para que el pintor, asustado, perdiera el equilibrio.

¡Mujer, casi me mata del susto!
¡Pues no querrá que me esté callada!, protestó la bailarina¡Que no para usted de hacerme cosquillas en la nariz con el dichoso pincel!
Desde entonces, habían pasado tantas noches juntos en vela y tantos amaneceres, que había perdido la noción del tiempo. Por eso, cuando su mano arrugada por los años temblaba, envidiaba a aquella mujer eterna que respiraba profundamente junto a él.

El pintor caminó unos pasos alejándose del cuadro para apreciar mejor su perspectiva. “La niña, siempre la dichosa niña”, pensó. Y es que mientras el pelo de Pascual perdía color, el vestido del personaje adquiría cada día nuevas tonalidades imprevistas.

- ¡ Azul ! ¡ Su camisa, era de color azul !- exclamó el hombre
- Mismamente usted hace un par de noches dijo lo mismo cuando la nena se encaprichó con el verde, y mírela, ahí la tiene, con el refajo rojo como el carmín- dijo Marinita desperezándose.

La mujer de las castañuelas las hizo tocar sentenciando su frase desde el suelo del estudio en donde se había sentado sobre unos cojines viejos.

- Por tres veces la he vestido y otras tres que la vestiré si hace falta para que deje esta rebeldía.- protestó el pintor
- Los lazos de mi enagua se los pedí rojos y bien lindos que me los pintó.
- No es lo mismo Marinita. Usted baila con más mujeres que enseñan las mismas ropas y esta niña me la tiene tomada: si no es que quiere jugar con la cesta del carpintero, la encuentro escondida detrás de la dama burguesa.


El cuadro que tenía ante él plasmaba una escena cotidiana en donde dos jóvenes eran aconsejadas por su padre, como única herencia que ellas, inconscientes todavía, iban a recibir. Cerca, y testigos de aquella lección, dos jóvenes burgueses coqueteaban, escondidos, vestidos con sus mejores galas.

Había dibujado el esbozo del cuadro sin contratiempos y decidido el color negro para el atuendo de la pareja, que había mostrado su conformidad en todo momento, si bien, la mujer, con una mirada cómplice, le había rogado que acercase un poco más el rostro de su amado al suyo, lo que dio lugar a un rubor tan intenso en sus mejillas que el pintor decidió retocarlas con unas pinceladas color rosado. A cambio, desvió la mirada de la joven al suelo, para que el hombre no pudiese intuir la vergüenza del primer amor.

Tampoco había sido un problema dibujar el hombre que representaba al padre: su piel era morena y vestía una bata blanca de carpintero.



- Y usted, Ramón, ¿ no dice nada?- preguntó Marinita
-¿ Y qué quiere que le diga? Pos que bastante tiene ya el maestro a sus años como pa que le ande la nena con tonterías

Pascual lo miró pensativo. “Al menos ha sido lo suficientemente valiente para poner palabras a mi vejez, y si la chiquilla puede con este anciano, quizá sea el momento de cerrar el estudio”

El picador, apoyado en el marco de la puerta, con su sombrero de ala ancha y su mantilla al hombro, silbaba por el hueco del diente que le faltaba.

Había pintado a Ramón en una plaza de toros hacía muchos años. Una vez plasmado en el lienzo, el picador comenzó a masticar tabaco, lo que hizo pensar al pintor que alguien con esa picardía podría serle de gran ayuda si algún día perdía la inspiración.

De esa manera los dos hombres comprobaron, tras largas conversaciones bajo la luz de un candil, que en el fondo no eran tan diferentes, y que a pesar de la rudeza del picador, se complementaban lo suficiente como para poder trabajar juntos.

Ahora, sin embargo, se enfrentaba a los caprichos de una niña que jugaba sobre el cuadro, desordenando todas y cada una de las pinceladas que nacían de su paleta de colores.

Bajo la vigilancia de un perro callejero que había huido del ataque de un toro con el permiso del pincel de Pascual, la pequeña guiñaba un ojo, pizpireta, vestida con una falda roja y una camisa blanca.

-¿ Cómo dice que se llama la muchacha?- preguntó Ramón
- El maestro la llama Ada, porque aparece y desaparece, pero bien podríamos decirle la pesadilla de Pascual- contestó Marinita entre risas.

Las carcajadas le hicieron perder el equilibrio cayendo en el suelo boca arriba y con las piernas en alto, dejando entrever sus pololos.

El picador, aprovechando la confusión, cogió las castañuelas y salió corriendo alrededor del pintor, hasta tropezar con el perro y caer sobre una pila de caballetes amontonados junto a Marinita, que gritaba con rabia intentando recuperar sus instrumentos.

- ¡ Agárrelo señor Pascual !
- Eso es lo que debería de hacer con ustedes dos, que me están dando la noche, atarlos con una cuerda- contestó el hombre enfadado
- Si la muchacha fuese un toro, bien atada que la tenía ya por los cuernos- replicó el picador.

Ada saltó desde el cuadro asustada imaginando cómo sería una niña con cuernos y corrió hasta esconderse bajo el refajo de la bailarina. La pintura fresca de su cuerpo ensució la enagua blanca de Marinita de manchas rojas, grises y negras.

-¡ No quiero ser un toro!- gritó la pequeña
- A ver nena, sal de ahí, que me estás manchando el refajo- ordenó la mujer enfadada
- No salgo hasta que me prometa que no me va a pintar cuernos- sollozó Ada

Pascual se sentó sobre los cojines suspirando. Cabizbajo, pensó que definitivamente había perdido el control sobre su obra. Sus personajes cobraban vida a su antojo, y además, lo sometían para volver a ella.

Posó la paleta en el suelo y cogió de la mano a Ada, que lloraba borrando con sus lágrimas el rojo de su falda.

El perro, divertido, comenzó a lamer el charco de acuarela.

- Ada, no vas a ser un animal, eres una niña- susurró el pintor tratando de calmarla.
- ¿ Y mañana?
-Lo serás siempre, te lo prometo.

Ramón cogió en el regazo a la pequeña y la acunó mientras Marinita le cantaba una nana y le acariciaba con cariño el pelo.

El pintor veía en aquella escena una familia unida por una vida llena de colores: ocres con olor a madera, verdes con música de romería y rojos como los lazos de la enagua de la bailarina.

Una vez calmada la niña, el picador la apoyó lentamente sobre el lienzo.

Pascual terminó el cuadro pintando el brazo del carpintero sobre los hombros de la chiquilla “Así, no podrá escapar” pensó.

Comprendió entonces que era prisionero de su cuerpo, igual que Ada lo era del lienzo, y de la misma manera, ambos debían ocupar su lugar. Firmó el cuadro despacio, disfrutando cada una de las letras que formaban su nombre y apellidos: Plácido Francés y Pascual.

Cansado, apagó la vela del candil, y abandonó por última vez el estudio, caminando sin mirar atrás, acompañado, en silencio, por un picador, un perro callejero y una bailarina con castañuelas.

Mientras, desde el cuadro, Ada los miraba con tristeza; la misma tristeza de las historias sin pintar, de los retratos inacabados y de los esbozos de escenas sin color.

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