miércoles, 24 de febrero de 2010

CLOE

Un beso frío se escapó de los labios de Cloe. Era un beso ligero,
sin dueño, perdido entre la lluvia, una lluvia que ya no mojaba,
que ya no dolía.
 
La joven, inmóvil, observó cómo se alejaba, sin impedirlo, cansada,
rendida por el oleaje, por el viento del invierno, por el olor a bajamar.
 
El beso de Cloe suspiró profundamente, y se giró por última vez
para recordar su rostro, antes de echar a volar entre una tranquila
bandada de gaviotas.
 
Desde el cielo, la luz rosada del atardecer se filtró a través de aquel beso,mostrando a la joven una película de imágenes de colores vivos,
alegres, infinitos..que no hicieron sino arrancar una sonrisa de
sus labios sin calor.
 
Cloe dibujó al aire un beso rosado, cálido, incondicional. Y tomó conciencia de su rostro, de su vida y de sus sueños.
 

lunes, 15 de febrero de 2010

EL NIÑO QUE NO SABÍA CASI NADA.



Miguel era un niño muy pequeño. Tan pequeño, que aún no era un niño.

Le gustaba nadar, más que nada en el mundo, pero eso sí, como decía él, “sin soltarse”.

Nadaba boca arriba, boca abajo…y siempre mirándose los pies.

Los pies de Miguel eran los pies más bonitos del universo. Lo mismo pensaba de sus manos, de su barriga, de sus piernas…Y por cada pensamiento, un aplauso. Y por cada aplauso, una sonrisa.

A Miguel también le gustaba sumar. “Sin soltarse”.
Sumaba las horas los días, los meses...Y marcaba cada plazo en su carita de casi niño, en los dedos de sus pies y en su corazón.

El corazón de Miguel latía con fuerza, porque no sabía hacerlo de otra manera. Conocía otro corazón que lloraba, despacio; reía y amaba, a diferentes ritmos.Miguel deseaba aquella música que invadía su vida, porque tampoco conocía otras melodías.

Miguel no sabía casi nada: no sabía diferenciar la noche del día, el sol de la luna. No conocía el mar, la lluvia, el fuego. Tampoco había llorado, bebiendo lágrimas saladas, ni reído, con las mismas lágrimas, pero con diferente sabor.

Miguel no sabía caminar deprisa, con el viento rompiendo en la cara, ni abrazar fuerte. No conocía la playa, las heladerías, el circo..

Pero a Miguel le gustaba nadar, más que nada en el mundo. “Sin soltarse”. Y contar. Contaba las horas, los días, los meses…Y sabía, sin saber casi nada, que muy pronto sería un niño.

jueves, 11 de febrero de 2010

EL CANGREJO TITO



Tito era un cangrejo pequeño y rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por la vigorosidad de sus patas delanteras, adornadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubieran visto antes.

Las pinzas de las patas delanteras del cangrejo Tito eran color negro azabache, en donde se posaban los rayos de sol, para reflejarse después en las olas de mar que rompían en la orilla.

Tito presidía una pequeña playa plagada de estrellas de mar, navajas, mejillones y berberechos.

La playa era tan pequeña que, si abría las patas delanteras, tocaba con las puntas de sus grandes pinzas el principio y el final de la misma.

Desde la orilla, el cangrejo Tito controlaba la armonía de su diminuto paraíso, al compás de sus pinzas color negro azabache: con un chasquido, la decena de mejillones que descansaban en las rocas se abrían, saludando con orgullo a su pequeño amigo, retrocediendo al tiempo la marea, para que los mejillones respirasen y disfrutasen mientras de los cálidos rayos de sol.

Dos chasquidos de pinzas provocaban una sinfonía de conchas de berberechos que se abrían y cerraban con armonía, al compás de las batutas color negro azabache del cangrejo Tito, subiendo, mientras, la marea, para refrescar a los pequeños moluscos entre melodía y melodía.

La vida en la diminuta playa transcurría sin más sobresaltos que las frías lluvias otoñales, el fuerte viento invernal, o la molesta visita de alguna gaviota que acudía a la playa atraída por el sonido de los berberechos y el reflejo del negro azabache de las patas delanteras del cangrejo Tito.

Pero la fortuna quiso que, una noche de finales de agosto, el cangrejo Tito no consiguiese dormir, y la casualidad provocó que el mar hubiera arrastrado hasta la playa una piedra tan bonita como peligrosa, dando lugar, la combinación de ambos factores, a que el pequeño cangrejo, que paseaba por la playa a la luz de la luna, tropezase con la piedra, con la mala suerte de que su pequeño cuerpecito cayese boca arriba, siendo en vano todos sus esfuerzos por colocar otra vez sus patitas sobre la arena.

Transcurrían las horas sin que el cangrejo Tito se pudiera mover.

El calor comenzaba a hacer insoportable aquella situación, y los mejillones y los berberechos de la diminuta playa, se sentían confusos al no escuchar el sonido de las hermosas pinzas del cangrejo Tito.

La marea, inquieta, dejaba así de refrescar a los pequeños moluscos, para provocar, minutos después, una crecida tal que los mejillones y los berberechos tenían que aguantar la respiración para no morir ahogados.


El cangrejo Tito perdía el ánimo y la fuerza poco a poco.

Su color rojizo comenzaba a palidecer, para transformarse en un rosado pálido que nada bueno auguraba.

Pero los pequeños moluscos, reblandecidos por el agua del mar, comenzaron, en solitario, a entonar la sinfonía guiada, hasta entonces, por las pinzas color negro azabache del cangrejo Tito.

Su melodía y movimiento provocaron una primera ola que invadió parte de la playa en la que yacía el pequeño cangrejo.

Los mejillones, comprobando que el agua del mar podía alcanzar a su pequeño amigo, se unieron, provocando una oleada de aplausos al abrir y cerrar con fuerza sus conchas. Y lo hicieron con tanta fuerza, que una ola salada se deslizó bajo el cuerpo del cangrejo, ayudándole así a girarse hasta colocar sus débiles patitas sobre la arena.

Esa mañana de agosto, la marea subió tanto, en toda la costa, contagiada por aquella melodía, que en otras playas, con otros cangrejos rojizos, la vida venció al calor, y el agua salada, al color rosado.

Tito era un cangrejo pequeño, rojizo, que en poco se diferenciaba de otros cangrejos de playa.

Lucía ocho patas delgadas, enclenques, compensadas por las pinzas de cangrejo de playa más hermosas que se hubiesen visto antes, pinzas de músico, de compositor. Pinzas, al fin y al cabo, de mareas vivas.

martes, 9 de febrero de 2010

EL CASTIGO



Apreté las rodillas contra mi cuerpo intentando protegerme del frío y de la oscuridad.

Sentadas, en el interior de aquel armario, el silencio solo era interrumpido por los sollozos de mi amiga Bea.

A los nueve años, era una niña normal, ni muy alta ni muy baja, ni guapa, ni fea. Normal.

Esa normalidad no destacaba entre mis compañeros de clase, así que desarrollé un mundo de fantasía y juego, de risas y magia, que compensaban mi tez blanca y mi melena morena, al fin y al cabo, normales.

De esta manera, dirigía grandes batallas de borradores, que lanzábamos por el aire como granadas de polvo blanco, utilizando los pupitres de trincheras, mientras la más valiente se adentraba en terreno enemigo disparando tizas a corta distancia; o inventaba signos secretos, que mi grupo de amigas utilizaba como una manera indescifrable de comunicación, y que supuso un gran avance en el método de copiar en los exámenes.

Mi amiga Bea aportaba razón a mi cabeza alada. Mi mundo de fantasía, mi sonrisa eterna, perdían color ante los comentarios sosegados de aquella niña de tirabuzones rubios.

Ella sí era especial. Porque era mayor, sin serlo. Porque, a pesar de no ser una gran oradora, sus palabras aparecían en el momento preciso, con el significado apropiado.
Su voz, serena, adulta, adiestraba los gritos de mi impulsividad.

Aquella mañana, la razón y la fantasía habían echado un pulso, como todas las mañanas, como todas las tardes de colegio, con el triunfo de aquélla última.

Mi amiga Bea y yo mirábamos cómplices, desafiantes, los percheros de la clase.

Vestíamos el mismo uniforme azul marino, lo suficientemente largos para que durasen un par de cursos más, con unas tablas a lo largo de la falda que no se mantenían planchadas más que dos o tres recreos.

El único alivio para aquel color sin serlo, era una camiseta blanca que se ocultaba bajo el pichi azul.

-¡ Ahora!

Dando la voz de salida, y habiendo pactado previamente las instrucciones del juego, corrimos hacia la primera puerta del armario. Una vez dentro, buscamos la siguiente puerta, que comunicaba con la primera, para volver a salir nuevamente al pasillo, y repetir la tarea tantas veces como puertas tenía aquel mueble, dejando detrás de nosotras un rastro de perchas, abrigos, bufandas..que caían sin remedio entre risas y empujones.

Habíamos perdido el aliento en aquella carrera de obstáculos, la voz, y los zapatos de mi amiga Bea, que siempre calzaba a modo de chancleta, lo que supuso una gran ventaja para mí dentro del perchero.

Las carcajadas y el desorden se congelaron ante la atenta mirada de la Madre Celia.

Las monjas de nuestro colegio eran todas Madres: Madre Tránsito, Madre Dolores..lo que nunca alcanzaba a comprender ya que ninguna de ellas tenía hijos (que yo supiese). Y todas vestían igual: con un hábito gris que cubría su cuerpo, dejando al aire únicamente su cara y sus manos, pero sin camiseta blanca que aliviase aquel color.

La Madre Celia podía tener noventa años, pero también podía tener cien, o doscientos.
Las arrugas de su cara caían con peso sobre su boca, dibujando una sonrisa al revés, pero sin enseñar los dientes, lo que le daba una imagen aún más tétrica.

Olía a armario cerrado, y su voz, grave, planchaba de una sola palabra las tablas de nuestro uniforme.

-¿ Quién ha hecho esto?

La pregunta era clara, concreta, y concisa. No daba lugar a réplica ni a disculpas.

Lo voy a repetir solo una vez. ¿ Quién, ha, hecho, esto?

Dando un paso al frente, mi amiga Bea y yo, rodeadas ahora de todas las alumnas que recogían, silenciosas, sus prendas del suelo, fuimos declaradas culpables en un juicio público, sin derecho a defensa.

Bea, ¿estás bien?

Fue lo más inteligente que conseguí decir después de 15 minutos de silencio y oscuridad.

La Madre Celia nos había encerrado de forma indefinida dentro del escenario de nuestra batalla.

Hacía frio. El colegio se había vaciado con los últimos gritos, ya lejanos, de unas niñas que corrían escaleras abajo.

Mi amiga lloraba, destiñendo el color azul marino de su uniforme bajo mis pies.

Mi amiga lloraba, inconsolable, porque su razón no entendía de castigos.

Reuniendo el valor que no había tenido para salir en su defensa, la cogí de la mano, y abrí , despacio, una de las puertas del armario, para comprobar que la Madre Celia nos había dejado solas, y que no había nadie en el aula, ni en el pasillo que empezaba donde finalizaba nuestra mazmorra.

¡Sígueme!

Atravesando el pasadizo de suelo rojo que separaba los dos bloques de edificios de aquel colegio, Bea y yo corrimos sintiendo la humedad en nuestras caras de niñas. Aquel pasillo dibujaba una curva interminable, estrechando sus paredes paso a paso, y dejando atrás varias puertas de madera con un interior tan desconocido como el final del pasadizo.

Mi intuición y el deseo de regalarle a Bea unos minutos de libertad, hicieron que, sin soltarle la mano, abriese la última puerta, la más pequeña, cuya madera agrietada y vieja hizo sonar un eco terrorífico a lo largo del pasillo de baldosas rojas que habíamos dejado atrás.

Ante nosotros, una escalinata de piedra se erguía, solemne, invitándonos a subir hacia el exterior de la fachada del colegio. Cada peldaño, cada paso, supuso para nosotras haber encontrado el camino hacia la libertad. Una libertad momentánea, escurridiza..pero nuestra.

El viento golpeaba con fuerza los rizos de mi amiga Bea y mi melena morena, normal.

En lo alto del campanario del colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, abrazadas, sellamos nuestro secreto mirando al mar, sabiendo que en pocos minutos recorreríamos aquel pasadizo de baldosas rojas, dejando atrás la puerta vieja de madera, para regresar, sigilosas, a nuestro castigo. Un castigo sin lágrimas. Un castigo sin frío.

lunes, 8 de febrero de 2010

BOTINES NEGROS DE CHAROL




Anabel miró la suela de sus zapatos. Solía hacerlo cuando estaba nerviosa, o después de un ataque fuerte de "la tos mala", como si la solución a sus problemas se hallase en los mismos.

Su madre siempre le decía que así parecía un caballo enfadado, y ella no podía sino imaginar cómo sería un caballo con zapatos. Y por cada vez que escuchaba esa frase, el animalito adquiría detalles: botines negros la primera vez; gafas muy redondas, la segunda..pareciéndose sospechosamente a ella.

Pero Anabel no pudo imaginar con mayor detalle a su pequeño potro desde que lo llenó de lunares, los mismos que decoraban su  piel: quince

Su madre, aquella tarde, le había explicado el significado de cada uno de aquellos lunares: Cada mujer de su familia había hecho realidad un deseo a lo largo de su vida, transformándose en pequeñas manchas en las siguientes generaciones.

La pequeña repasaba con sus dedos una y otra vez: un deseo y un lunar: la tía Enriqueta tuvo gemelos, el lunar del dedo gordo del pie; la abuela Gloria compró una granja, el lunar del ombligo..Pero por más que contaba, un lunar no tenía deseo. Era un lunar chiquitito, casi insignificante, debajo de la nariz.¿cómo iba a dibujarlo en su caballo?¿los caballos tenían nariz?

Anabel cerró los ojos con fuerza, apretando los puños, y pidió un deseo...solo uno...

El caballito de Anabel galopó con fuerza valle abajo, con sus botines negros de charol, y sus gafas redondas de institutriz. Tenía el cuerpo lleno de lunares: quince , y uno más grande debajo de la nariz.

Anabel no tosió nunca más.

domingo, 7 de febrero de 2010

LA PLAYA DE LA SONRISA

TEO


Teo dibujó un círculo perfecto rodeando su cuerpo de niño.

Agachado, sobre la arena de la playa, sintió satisfacción al comprobar que la curva trazada con su mano le regalaba el espacio suficiente para descansar con las piernas cruzadas, como un indio.

Desde que tenía uso de razón, había perfeccionado aquella postura, primero con la pierna izquierda sobre la derecha, y, con el paso del tiempo, con la pierna derecha sobre la izquierda, pero siempre apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas. Pensaba que así adoptaría una pose más solemne.

Y una vez allí, Teo se concentró en la línea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz.

La playa de la sonrisa era su playa preferida. Su forma de media luna, le recordaba a una carcajada pequeña, como una risa corta pero lo suficientemente dulce para descubrir una línea de dientes blancos que rompían en la orilla, junto a la arena.

En ocasiones, dejando volar su imaginación, pensaba que las oscuras rocas que gobernaban la playa, simulaban la dentadura de furiosos piratas, en aquella, su playa.

Teo conocía la existencia de otras playas cerca del diminuto pueblo en el que pasaba el tiempo.

No le gustaba decir que vivía en él, porque vivir significaba algo tan inmenso, que estaba convencido de que en esa palabra cabrían otras ciudades, otros amigos, y otras playas. Así que, a sus diez años recién cumplidos, Teo pasaba su tiempo en Villar.

Villar pertenecía a un municipio pesquero en el norte de España, principal motor de su economía; olía a lonja y a redes mojadas, y sonaba a gaviotas y a barcos de madera.

Sus acantilados, a veces rotos por pequeñas playas y ensenadas, aislaban al diminuto pueblo en una rutina nacida en el siglo XIII, dando lugar al envejecimiento de la población, hasta tal punto de que Teo estaba convencido de que era, junto con otros diez chiquillos, los únicos vecinos del pueblo que no habían nacido en aquel remoto siglo.

Y allí, en el interior de su círculo perfecto, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus regordetas manos sobre las rodillas, Teo desaparecía, cada tarde, imaginando a su alrededor, una cortina de niebla espesa como la que hacía sonar las sirenas de los barcos de madrugada.

Su corta edad no le permitía asumir una idea consciente sobre su físico, aunque las palabras de su padre, producían un eco en su recuerdo, facilitando esta tarea: “los niños gordos no salen a la mar”.

Aquella tarde, Teo no desapareció entre la niebla espesa, como otras tardes.

Arriesgándose a ser descubierto, salió de su círculo perfecto para buscar, entre las rocas negras, piedras no pulidas por la furia de la marea, lo suficientemente grandes para construir una fortaleza que ocultase su metro y medio de altura en la playa de la sonrisa.









NASA


-Mamá, ¡tengo algo importantísimo que decirte!.

-Para ti todo es importantísimo hijo. Si supieras lo que de verdad importa en esta vida, no molestarías a tu madre mientras está enredando.

-Pero mamá, es que es súper, súper importante. ¡Tan súper que cuando te lo cuente te vas a caer de la silla!. En el colegio han organizado una excursión….

- ¿Excursión? ¿Parloteas sobre excursiones cuando tu madre trabaja de sol a sol?. La nasa Teo, la nasa es lo importante. Es lo que nos da el potaje, lo que te da una educación, que yo no he tenío, lo que paga esta roñosa casa…! No lo olvides nunca hijo mío.

La madre de Teo se incorporó de su vieja silla de mimbre furiosa. O tal vez triste. O resentida. O todo a la vez.

El pequeño no distinguía el origen de aquellos sentimientos, pero sí conocía el final: su madre se encerraba en su cuarto a llorar durante horas. Era un llanto ahogado, doloroso, interminable, culpable, que hacía desaparecer a Teo entre la niebla espesa.

La madre de Teo vestía faldas largas y camisas grandes, muy por encima de la talla que le correspondía, pero el niño no sabía si la ropa había agrandado, o era su madre la que cada vez se hacía más pequeña.

Ya no se peinaba, ni sonreía como la playa de la media luna.

La nasa.

Teo conocía el trabajo de su madre, su cansancio, su tez envejecida que relataba, domingo tras domingo, la utilidad de las redes.

“La nasa, hijo mío, es una red de pescaje, como la que utilizaba papá .Su forma de cilindro engaña a los peces y al marisco en su entrada, pero sin salida, y asín que el cebo les atrae y les resulta imposible salir”

A estas alturas del relato Teo intentaba tragar saliva, domingo tras domingo, para no imaginar la espantosa secuencia.

“”Tu madre recubre la estructura de madera, unida, en forma de embudo dao la vuelta, con un paño de red”

Y así, sin levantar la mirada de su labor, las manos de la madre de Teo envejecían al mismo ritmo que su tez, y que la casa en la que pasaban su tiempo.







LA PRIMERA PIEDRA





Teo miró a su alrededor.

El sol de la tarde había ralentizado su búsqueda, pero , no en vano, había reunido las piedras suficientes para construir una fortaleza sólida y duradera.

Aún no había decidido durante cuántas horas, días o años iba a permanecer en ella.

Tampoco había decidido si compartiría con alguien aquel secreto, o sencillamente esperaría a que su madre levantase algún día la vista de la red para darse cuenta, un domingo, que su hijo no estaba escuchando su relato.

Teo no sabía definir su estado de ánimo, ni su forma de ser. Sabía que en el colegio tenía pocos amigos, y que el horizonte que separa el cielo del océano, era lo más lejos que había viajado desde su casa. Y mentiría si lo contase de esa manera, porque navegando con su padre, jamás de los jamases había alcanzado aquella línea.

Sabía que cuando fuese mayor, iba a salir a la mar, con la nasa que tanto odiaba, y que tendría que tragar saliva más de un millón de veces para poder trabajar. ¿Cuánto sería un millón de veces?

Así que, en definitiva, era como cualquier otro niño de Villar.

Teo arrastró la primera piedra hasta el borde del círculo. Era lo suficientemente grande para tapar media pierna, así que eligió otras piedras parecidas, en tamaño y forma, para construir el primer piso de aquella fortaleza.

Cuando terminó, se sentó con las piernas cruzadas, como un indio, comprobando que el espacio era lo suficientemente amplio para adoptar su postura preferida.

Teo empezó a sentir hambre, y en ese preciso instante fue consciente de que si iba a pasar horas, días o años allí, tendría que almacenar tanta comida que ya no podría cruzar las piernas como un indio, así que decidió, muy a su pesar, eliminar una de las piedras del círculo perfecto, porque sabía que alguien le encontraría, y que a través de aquél agujero que rompía la armonía de su fortaleza, le llevaría alimentos y bebida, para poder sobrevivir.

Y sin duda, ese alguien, era Bruno.














BRUNO



Bruno era el mejor amigo de Teo.

No era un mejor amigo de batallas, ni un mejor amigo de juegos, pero sin pensarlo dos veces, sería a la única persona a la que permitiría entrar en su círculo perfecto.

La amistad entre los dos niños nació con el primer llanto, los primeros biberones, y los primeros pasos.

En el colegio se sentaban en pupitres contiguos, y en el autobús en asientos unidos.

Sus madres tejían redes y sus padres eran o habían sido pescadores.

En realidad, no eran ellos los que se habían elegido como mejores amigos, sino que fue su pequeño pueblo, Villar, el que había realizado la elección por ellos.

Bruno era la antítesis de Teo.

Su delgadez extrema definía huesos que Teo nunca habría llegado a imaginar que existían en su propio cuerpo.

Participaba con sus padres en las duras tareas de pesca y tejido de red, sin escuchar una palabra más alta que la otra.

Pero había algo que les unía por encima de todo. Un gesto. Una señal de amistad incondicional: sus meñiques se entrelazaban como ningún meñique había encajado con otro desde que, en el siglo XIII, se había fundado Villar.

Había sido algo casual. No intencionado. Ni siquiera sabrían recordar la primera vez que habían entrelazado sus dedos. Pero aquel gesto significaba muchas cosas: “te apoyo”, “te he echado de menos”, “eres un amigo genial”…

Y es que los dedos meñiques no eran lo único que unía a Teo y a Bruno: la playa de la sonrisa era confidente de los secretos de los niños que, entre risas y llantos intentaban explicar sentimientos no conocidos y hechos inexplicables, fortaleciendo día a día una amistad que duraría toda la vida, aunque vivir implicase otras ciudades, otros amigos y otras playas.

Por eso Teo sabía que si alguien o algo se iba a asomar tarde o temprano por aquel espacio dejado por la piedra de la primera fila, sería el dedo meñique de Bruno, acompañado, o eso esperaba, en la otra mano, de un buen bocadillo de queso.











LA SEGUNDA FILA



Teo arrastró, sin esfuerzo, la segunda fila de piedras de su fortaleza. Eran piedras menos robustas, y más estrechas, para garantizar la verticalidad de las mismas.

Se encontró con algún problema para mantener en equilibrio dos de los bloques sobre el espacio vacío por el que iba a ser alimentado, pero lo solucionó enseguida. Después de todo, como decía su madre, no era un problema importante.

Si le preguntasen a Teo a cerca de los problemas de su vida, habría contestado que el primero era la nasa, porque les daba de comer, y pagaba su educación, y el alquiler de su casa, y el segundo, aunque su madre no se lo recordase todos los domingos, la muerte de su padre.

El padre de Teo era pescador, como todos los padres de Villar.

Ejercía la pesca de bajura que, a pesar de haber mantenido firmemente la idea durante años de que ese tipo de pesca estaba relacionada con la estatura de cada uno de los hombres del pequeño pueblo, que definiría en un futuro su oficio en la mar, su padre le había explicado, poco antes de morir, que se trataba de la pesca que se realizaba cerca de la costa con pequeñas embarcaciones, equipados con redes y sedales potentes, cuyas capturas desembarcaban de madrugada en la lonja.

Esta explicación no convencía demasiado al pequeño Teo que, increpado por su padre por su gordura, guardaba en su interior la esperanza de ser, en un futuro, el mejor pescador de altura, o, al menos, de media altura.

La noche en la que el padre de Teo murió en la mar, habían estado pintando juntos el nombre de su pequeña embarcación: Luna.

- Hijo, la luna es mi única compañera las noches de pesca. Ni siquiera la luz de las estrellas pueden atravesar la densa niebla, o las espesas nubes de tormenta.

Y con esa explicación, Teo sabía que jamás de los jamases le sucedería algo malo a su padre, porque la luna le protegería.

Pero aquella noche, como cada noche, cuando su madre y él despidieron a su padre en el muelle, el pequeño miró al cielo, y no vio la luna.

Teo bajó corriendo a la playa de la sonrisa, pero tampoco estaba allí.

Permaneció horas mirando el horizonte, dentro de su círculo perfecto, pero la luna, aquella noche, había decidido jugar al escondite con su padre, y, definitivamente, había ganado ella, porque la noche siguiente, lucía, tímida, en el cielo estrellado, mientras que su padre, nunca volvió a casa.











CELIA


Cuando Teo cumplió diez años, su madre le regaló su primera nasa.

Durante cinco largos minutos los ojos humedecidos de su madre le miraron de la forma más tierna que hubiese recordado, pero en ellos vio redes, a su padre, en el muelle, y el paso del tiempo.

Aquella ternura desapareció en el mismo instante en el que Teo le dio las gracias por aquel maravilloso regalo que no hacía más que recordarle a peces muertos y nécoras atrapadas en vida, pero, por su padre, y por su desafío, aquel niño gordo “que nunca podría salir a la mar”, se convertiría algún día en el mejor pescador de Villar.

Teo salió de la vieja casa con la nasa en la mano, caminando sin rumbo, cuando tropezó con la niña más cursi que había conocido en su corta vida.

Celia vestía con colores desconocidos para los ojos del niño; colores que no había visto en la ropa amplia de su madre, ni en el muelle, ni en la playa de la sonrisa. Colores que provocaron un ataque de risa incontrolable, y se expandieron, por arte de magia, de la ropa de la niña, a su cara.

Celia llevaba el pelo suelto, con el que se tapó la cara para disimular su vergüenza, porque no sabía de qué se reía aquel niño, porque no sabía quién era y porque nadie, en la ciudad, se había reído de ella de aquella manera.

A pesar de este nefasto comienzo, Celia y Teo compartieron un verano de juegos, risas y paseos, haciendo volar la cometa nueva de la niña, y recorriendo los acantilados “más peligrosos del mundo”, según el pequeño.


Celia supuso un golpe de aire fresco en la vida del niño. Una vida gris, marcada por la muerte de su padre y el silencio de su madre. Un aire fresco que se fue con el otoño, llevándose consigo todos los secretos de la gran ciudad que, en la playa de la sonrisa, le había desvelado la pequeña.



Teo casi había terminado de colocar la tercera fila de piedras, cuando una mariposa de colores se posó sobre el último agujero. Era una mariposa de alas majestuosas, de colores divertidos, que no hizo sino recordarle a la pequeña Celia.

Teo dejó otro hueco en la tercera fila de piedras de su fortaleza, para no molestar a la pequeña mariposa, o, tal vez, por si Celia volvía a buscarle, para reconocerla, desde el interior, con su ropa de colores.














LA FORTALEZA


Teo terminó la fortaleza cuando aún no se había puesto el sol.

No quería verle la cara a la luna. No quería ver su sonrisa burlona escondiendo el cuerpo de su padre.

El niño cubrió la última fila con piedras irregulares, que no habían sido útiles en filas anteriores, y se sentó, con las piernas cruzadas, como un indio, apoyando sus manos regordetas sobre las rodillas.

Su cuerpo se encontraba completamente oculto. El círculo era perfecto. La fortaleza era perfecta.

Pero Teo, en su afán por ocultarse entre la niebla densa, entre las piedras de la playa de la sonrisa, no previó que los huecos de Celia y de Bruno desestabilizarían el resto de las filas.

Pocos minutos después, las piedras comenzaron a caer sobre la arena, de una en una, primero, para desplomarse, estrepitosamente, a su alrededor.

Y Teo miró a la luna, desafiante, y pensó en el dedo meñique de Bruno, y en los colores de la ropa de Celia, y en el silencio de su madre, en la nasa, y en la casa vieja en la que vivían.

Teo se incorporó, borrando el círculo perfecto con sus manos, las mismas que lo habían dibujado horas atrás. Las mismas que habían construido una fortaleza que le había ocultado tanto tiempo, más que el que llevaba en la playa de la sonrisa.

Mirando la linea del horizonte, que separaba el cielo del océano, el mar de la brisa, y la vida de la luz, sonrió.

Teo caminó, despacio, hacia su casa vieja, y escuchó complaciente el relato de su madre de los domingos, y la besó en la mejilla, sujetando entre sus manos la red a medio hacer, ofreciendo su ayuda, y divisando, desde el gris de aquella habitación, una vida repleta de colores de pesca de bajura.