martes, 9 de febrero de 2010

EL CASTIGO



Apreté las rodillas contra mi cuerpo intentando protegerme del frío y de la oscuridad.

Sentadas, en el interior de aquel armario, el silencio solo era interrumpido por los sollozos de mi amiga Bea.

A los nueve años, era una niña normal, ni muy alta ni muy baja, ni guapa, ni fea. Normal.

Esa normalidad no destacaba entre mis compañeros de clase, así que desarrollé un mundo de fantasía y juego, de risas y magia, que compensaban mi tez blanca y mi melena morena, al fin y al cabo, normales.

De esta manera, dirigía grandes batallas de borradores, que lanzábamos por el aire como granadas de polvo blanco, utilizando los pupitres de trincheras, mientras la más valiente se adentraba en terreno enemigo disparando tizas a corta distancia; o inventaba signos secretos, que mi grupo de amigas utilizaba como una manera indescifrable de comunicación, y que supuso un gran avance en el método de copiar en los exámenes.

Mi amiga Bea aportaba razón a mi cabeza alada. Mi mundo de fantasía, mi sonrisa eterna, perdían color ante los comentarios sosegados de aquella niña de tirabuzones rubios.

Ella sí era especial. Porque era mayor, sin serlo. Porque, a pesar de no ser una gran oradora, sus palabras aparecían en el momento preciso, con el significado apropiado.
Su voz, serena, adulta, adiestraba los gritos de mi impulsividad.

Aquella mañana, la razón y la fantasía habían echado un pulso, como todas las mañanas, como todas las tardes de colegio, con el triunfo de aquélla última.

Mi amiga Bea y yo mirábamos cómplices, desafiantes, los percheros de la clase.

Vestíamos el mismo uniforme azul marino, lo suficientemente largos para que durasen un par de cursos más, con unas tablas a lo largo de la falda que no se mantenían planchadas más que dos o tres recreos.

El único alivio para aquel color sin serlo, era una camiseta blanca que se ocultaba bajo el pichi azul.

-¡ Ahora!

Dando la voz de salida, y habiendo pactado previamente las instrucciones del juego, corrimos hacia la primera puerta del armario. Una vez dentro, buscamos la siguiente puerta, que comunicaba con la primera, para volver a salir nuevamente al pasillo, y repetir la tarea tantas veces como puertas tenía aquel mueble, dejando detrás de nosotras un rastro de perchas, abrigos, bufandas..que caían sin remedio entre risas y empujones.

Habíamos perdido el aliento en aquella carrera de obstáculos, la voz, y los zapatos de mi amiga Bea, que siempre calzaba a modo de chancleta, lo que supuso una gran ventaja para mí dentro del perchero.

Las carcajadas y el desorden se congelaron ante la atenta mirada de la Madre Celia.

Las monjas de nuestro colegio eran todas Madres: Madre Tránsito, Madre Dolores..lo que nunca alcanzaba a comprender ya que ninguna de ellas tenía hijos (que yo supiese). Y todas vestían igual: con un hábito gris que cubría su cuerpo, dejando al aire únicamente su cara y sus manos, pero sin camiseta blanca que aliviase aquel color.

La Madre Celia podía tener noventa años, pero también podía tener cien, o doscientos.
Las arrugas de su cara caían con peso sobre su boca, dibujando una sonrisa al revés, pero sin enseñar los dientes, lo que le daba una imagen aún más tétrica.

Olía a armario cerrado, y su voz, grave, planchaba de una sola palabra las tablas de nuestro uniforme.

-¿ Quién ha hecho esto?

La pregunta era clara, concreta, y concisa. No daba lugar a réplica ni a disculpas.

Lo voy a repetir solo una vez. ¿ Quién, ha, hecho, esto?

Dando un paso al frente, mi amiga Bea y yo, rodeadas ahora de todas las alumnas que recogían, silenciosas, sus prendas del suelo, fuimos declaradas culpables en un juicio público, sin derecho a defensa.

Bea, ¿estás bien?

Fue lo más inteligente que conseguí decir después de 15 minutos de silencio y oscuridad.

La Madre Celia nos había encerrado de forma indefinida dentro del escenario de nuestra batalla.

Hacía frio. El colegio se había vaciado con los últimos gritos, ya lejanos, de unas niñas que corrían escaleras abajo.

Mi amiga lloraba, destiñendo el color azul marino de su uniforme bajo mis pies.

Mi amiga lloraba, inconsolable, porque su razón no entendía de castigos.

Reuniendo el valor que no había tenido para salir en su defensa, la cogí de la mano, y abrí , despacio, una de las puertas del armario, para comprobar que la Madre Celia nos había dejado solas, y que no había nadie en el aula, ni en el pasillo que empezaba donde finalizaba nuestra mazmorra.

¡Sígueme!

Atravesando el pasadizo de suelo rojo que separaba los dos bloques de edificios de aquel colegio, Bea y yo corrimos sintiendo la humedad en nuestras caras de niñas. Aquel pasillo dibujaba una curva interminable, estrechando sus paredes paso a paso, y dejando atrás varias puertas de madera con un interior tan desconocido como el final del pasadizo.

Mi intuición y el deseo de regalarle a Bea unos minutos de libertad, hicieron que, sin soltarle la mano, abriese la última puerta, la más pequeña, cuya madera agrietada y vieja hizo sonar un eco terrorífico a lo largo del pasillo de baldosas rojas que habíamos dejado atrás.

Ante nosotros, una escalinata de piedra se erguía, solemne, invitándonos a subir hacia el exterior de la fachada del colegio. Cada peldaño, cada paso, supuso para nosotras haber encontrado el camino hacia la libertad. Una libertad momentánea, escurridiza..pero nuestra.

El viento golpeaba con fuerza los rizos de mi amiga Bea y mi melena morena, normal.

En lo alto del campanario del colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, abrazadas, sellamos nuestro secreto mirando al mar, sabiendo que en pocos minutos recorreríamos aquel pasadizo de baldosas rojas, dejando atrás la puerta vieja de madera, para regresar, sigilosas, a nuestro castigo. Un castigo sin lágrimas. Un castigo sin frío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario