lunes, 11 de julio de 2011

EL SONIDO DE LA LOCURA

-Las bicicletas son para el verano.
-En invierno también son bonitas.
-No, eso no es cierto. Las bicicletas son para el verano.

No importaba mi respuesta. La tía Elvira repetía siempre lo mismo. Nunca argumentó por qué no podía usar mi bicicleta en otoño. A mí me habría gustado. Sobre todo porque el ruido de las hojas muertas bajo las ruedas me parecía divertido, casi musical. Las hojas marrones crujían más fuerte que las amarillas. Y si además encontraba ramas pequeñas en mi camino, la melodía podía resultar fascinante. Pero no recuerdo haber montado mi bicicleta en otoño, ni en invierno. Porque las bicicletas son para el verano.

Tampoco entendí nunca por qué era la tía de todos. Es decir, solo era mi tía, la hermana de mi padre. Eso lo descubrí cuando cumplí diez años y a papá se le escapó algo sobre “mi hermana la loca”, porque si no llega a ser por eso, habría pensado que en el mundo solo existían sobrinos de la tía Elvira, porque nadie la llamaba Elvira a secas.

A pesar de lo que pensaba mi padre, a mí me parecía la persona más cuerda de todas las que había conocido en mi vida. Porque todo lo decía con los ojos. Y cuando uno está loco, los ojos no dicen nada.

La mujer estaba condenada a ir a misa todos los días de su vida. Era una condena que había intercambiado con el párroco, como un trueque en un mercadillo de antigüedades.

El día que a su marido le diagnosticaron una enfermedad casi mortal, se encomendó a todos los santos, y con especial devoción a San Roque al que le prometió que, si su esposo se curaba, dejaría de comer azúcar para el resto de sus días. Y es que en casa de mi tía los paquetes de azúcar se escondían en todos los rincones: debajo de la cama, entre las toallas del cuarto de baño, o en el alto de los armarios.

Cuando su marido sanó, la tía Elvira pidió audiencia con el párroco Don Manuel, un hombre tan gordo como bueno, que buscaba a Dios entre las colmenas, y decía la misa de los domingos con un puñado de caramelos en el bolsillo “por si siento fatiga”, explicaba.

A Don Manuel le pareció razonable negociar aquella promesa con la mujer y con San Roque, así que se sentaron los tres en el primer banco de la iglesia.
El Santo al principio le ofreció dos misas diarias como penitencia , pero Don Manuel le pidió que “fuese razonable, porque a los fieles tampoco les agrada la presencia de un perro en lugar sagrado, y de la comprensión hay que dar ejemplo”

Tras varias horas de reflexión, llegaron a un acuerdo: Elvira podría seguir tomando azúcar si acudía a una misa el resto de los días de su vida.

A mí me había parecido un trato justo. Y desde entonces todos los sábados la acompañaba a escuchar el Evangelio entre nubes dulces de algodón y piruletas de fresa.

La tía Elvira sufría una enfermedad degenerativa que le provocaba escuchar recuerdos de su juventud con tal credibilidad como si se tratase del telediario de las tres.
A veces me asustaba cuando de pronto comenzaba a cantar La Virgen de Guadalupe o el Cara al sol, porque ella no sabía que era la única persona que escuchaba esas melodías, ni yo podía averiguar a qué recuerdo se había escapado mi tía sin previo aviso.

Así que desde entonces le dije que yo le acompañaría tantos años atrás como sus oídos la llevasen, para que no se sintiese sola entre juegos escolares o soldados uniformados.

De esa manera, un día le ayudé a subirse a la fuente de la plaza del pueblo cuando me confesó que dos mercaderes le gritaban “niña! alcánzame agua del caño!”; y pasé la tarde con sus pequeños amigos mientras vaciaba mitades de melones que servirían como juego en el río.

Con el tiempo la música se hizo más frecuente, y los recuerdos la secuestraban de una manera más habitual de la que yo hubiese deseado. La tía Elvira se pasaba el día atendiendo las llamadas del pasado, y las voces no le daban descanso.

Una mañana de verano salí a dar un paseo mientas ella se entretenía en una clase de solfeo con una tal Madre Superiora. Las notas salían de su boca como el ruido de una tiza en la pizarra o un tenedor en un plato de porcelana. La Madre Superiora corregía cada una de las entonaciones de sol a fa, y de mi a re. Durante horas había repetido la misma escala musical.

Caminé sin rumbo entre castaños y campos de maíz. El silencio del viento apaciguaba el ruido que enfermaba a mi tía y empeoraba cada día su salud. Aún así pensaba que la locura era otra cosa, y que lo que le sucedía a ella no dejaba de ser una rareza en una mujer de cierta edad. La locura era mala compañera de viaje, y la tía Elvira viajaba en clase preferente rodeada de música y voces familiares. Me parecía incluso reconfortante saber que siempre estaba bien acompañada, y que si no era su madre la que le cantaba una nana antes de dormir, era su hermana pequeña la que le hacía repetir una y otra vez esos trabalenguas interminables.

Las campanas de la iglesia del párroco Don Manuel tocaron las doce. Recordé entonces que hacía sesenta años que no sonaban, y que las debían de haber arreglado en las últimas semanas. Recordé que mi abuelo había sido fusilado durante la Guerra Civil, a la misma hora, en la pared del cementerio: un tiro, una campanada, un tiro, una campanada….hasta doce.

Empecé a correr hacia la casa. San Roque corría a mi lado. El perro jugaba entre mis piernas como si su dueño y yo estuviésemos echando una carrera divina. Le dije al Santo que si llegaba antes aislase los oídos de mi tía con su túnica roja de terciopelo, y que le dijese a la Madre Superiora que entonasen la escala musical con más fuerza, repitiendo de sol a fa, y de mi a re. Que mi tía no podía escuchar las campanas, porque aún conservaba en su habitación el arma que la protegía las noches de invierno, tal y como le había explicado mi abuela.

Los niños, al verme correr, salieron del río y aún mojados de trozos de melón cogieron sus bicicletas y pedalearon con fuerza entre los castaños. Querían ser los primeros en llegar. Querían salvar a mi tía de las balas.

Varios hombres que bebían de la fuente de la plaza comenzaron a correr hacia la casa de la tía Elvira. Dejaban tras de sí un rastro de agua fresca recién cogida de los caños.

Cuando llegamos, sin aliento, era demasiado tarde. La última campanada de las doce había manchado de sangre varios kilos de azúcar que se extendían por el suelo de la casa de la tía Elvira, bajo su cuerpo inmóvil.

Y la lloramos, de sol a fa, y de re a mi. La lloramos entre risas infantiles y la canción de la Virgen de Guadalupe. Y cogí mi bicicleta para avisar a Don Manuel, para decirle que aquella tarde no íbamos a comer nubes dulces de algodón ni piruetas con sabor a fresa.


Porque las bicicletas son para el verano.

REVERSIBLE

Introduje las manos en mi ombligo para saber si tenía fondo; para saber si había algo más detrás de la piel. Pero no encontré ningún cordón del que tirar; ninguna conexión con otra vida diferente a la mía.
Asomé después los ojos al vacío de mi mitad, y el vértigo me hundió en la oscuridad, mientras perdía en su interior la espalda y la cabeza, que perseguían a unas manos curiosas.
Sentí la protección de mis entrañas, así que introduje las piernas para que, de esa manera no me encontrases jamás. En el interior de mi ombligo.