viernes, 2 de abril de 2010

EL CAMINO DEL VIENTO

"El viento, a su paso, dibuja un camino, atravesando bosques, pueblos, mares, desiertos… de forma que, una vez recorrido, regresa al punto de partida para sobrevolar de nuevo los mismos parajes.

Como un río de aire, el viento forma un caudal que fluye con más o menos intensidad, según el paisaje que acaricia.

Si no sortea dificultades, juega moldeando las copas de los árboles, con peinados imposibles, o moviendo puñados de granos de arena de las playas, para formar dunas según su capricho.

Pero si es la mano del hombre la que le impide avanzar, el viento se enfurece, huracanado, , tratando de recuperar la parte del camino que aquél le usurpó."


MURIEL




Las casas de piedra rojiza de Muriel se erguían viejas, cansadas, dibujando un pasillo en el enclave de la Baja Maragatería.

El País de los Maragatos debía su nombre a los tiempos de la arriería, cuando los lugareños comerciaban salazones de pescado desde Galicia a Madrid; desde el mar, a los gatos.

Muriel medía su edad en la vejez de sus piedras castellanas, y rendía homenaje, con su estructura, a los arrieros maragatos, en función de su actividad: grandes puertas arcadas para el paso de carros, patios interiores, cuadras, bodegas, calles sin asfaltar...

A pesar de no contar con más de 40 habitantes, cada casa del pequeño pueblo era casi una réplica de la anterior, diferenciadas quizá por una maceta con camelias en una ventana o por una bicicleta apoyada en un viejo portón de madera.

Conservaba aún la solemnidad de una actividad económica próspera, y en su rutina diaria, quedaban resquicios de una vida que ya no era.

El tiempo se había detenido en Muriel como si de fotografías antiguas se tratase: niños jugando en la calle, señoras sentadas al sol en bancos de piedra y hombres tocando la chifla y el tamboril.

El pueblo formaba un pasillo, limitado a ambos lados por las viejas casas de piedra rojiza.

Todas las casas contaban con dos plantas, y todas se unían pared con pared, describiendo un camino que no era sino interrumpido por una pequeña fuente de agua potable que daba de beber a los vecinos de Muriel; un camino imaginado para evitar, en la medida de lo posible, travesuras huracanadas; un camino para el viento.



SIRO


Igual que las casas de Muriel, sus habitantes gozaban de un denominador común: sus nombres habían sido elegidos generación tras generación en función de la intensidad del viento durante el año de su nacimiento, condicionando, de alguna manera, su personalidad.

Siro había nacido en marzo, hacía diez años. Durante esos meses, el aire mediterráneo procedente del Sahara había producido en el pueblo un clima húmedo y frío acompañado de un viento fuerte que no hacía sino acrecentar la testarudez del pequeño. A pesar de su edad, Siro era un niño decidido, emprendedor y especialmente sensible.

Sus ojos, azules, casi tan grandes como dos almendras, teñían del mismo color su curiosidad, observando con especial templanza todo lo que sucedía a su alrededor, que se reflejaba en sus pupilas como si del agua de la fuente se tratase.

Siro era un niño rubio, especialmente delgado, así que la ropa holgada que solía vestir, como todos los vecinos de Muriel, no hacía sino marcar todos y cada uno de sus huesos en cada movimiento.

En el pequeño pueblo existía otro factor común: el pelo de sus vecinos crecía rizo, unas veces, en tirabuzones otras, pero jamás se había conocido lugareño con el cabello liso, desde la construcción de la última casa de Muriel.

Y era algo que a Siro no hacía sino complacerle: no había nada en el mundo que le gustase más que la caricias de su madre retirándole un mechón de rizos que caía, rebelde, sobre sus ojos almendrados.




EL PRIMER JUEVES DE CADA MES


El primer jueves de cada mes las campanas repicaban en la Baja Maragatería, con mayor o menor intensidad en función de la fuerza con la que el viento recorriese su camino.

Entonces, en el peor de los casos, los habitantes de Muriel, recogían apresurados las sillas situadas en las puertas de las casas, cerraban las contras de madera de las ventanas, y esperaban, ocultos ,a que trascurriese el tiempo suficiente para regresar a la calle a disfrutar del trabajo artesano y de las canciones y juegos propios de cada estación.

En otro caso, los lugareños mantenían sus ocupaciones, sin más preocupación que la de sujetar con fuerza sombreros de paja y pañuelos de colores, que ocultaban los rizos y tirabuzones de los habitantes del pequeño pueblo de la comarca maragata.

Sin embargo en ocasiones, el viento jugaba, travieso, deleitando con sus ocurrencias a pequeños y mayores quienes, irremediablemente, pasarían el resto de la tarde recuperando el orden.

Aquel jueves de junio, las campanas repicaron suaves, casi como un tintineo dulce, que presagiaba un aire cálido primaveral.


Siro, sentado en el balcón de su habitación, agarró con fuerza, desconfiado, el cazamariposas que había hecho aquella tarde.

En sus ojos almendrados, se reflejaron decenas de sombreros de todos los tamaños y colores, que volaban a lo largo del camino que marcaban las casas de Muriel. A continuación Siro observó cómo el banco de madera en el que plácidamente leía la señora Pampero, había sido elevado en el aire, volando delante del balcón del niño, que le sonrió, sin más respuesta que una mueca de fastidio de la regordeta y canosa mujer, que había perdido el periódico que estaba leyendo.

Unos minutos más tarde, mientras unos habitantes de Muriel recogían sus prendas esparcidas a lo largo del pueblo, otros sujetaban por ambos extremos el banco de madera, con la señora Pampero aún sentada en él, desplazándolo a lo largo de la calle hasta su correcta ubicación.

Siro miró al cielo, y observó cómo caían varias fotografías sin color sobre el tejado de la casa.

Corriendo, atravesó su habitación y, bajando a la calle, apoyó la escalera de viento en la fachada de piedras rojizas, y consiguió, ayudado de una fina rama, las fotografías que el aire les había regalado aquella tarde.

_ " ¡ Zonda !, ¡ ven!, ¡papá y mamá están bien!_ exclamó


ZONDA

La hermana de Siro tenía un carácter seco y temperamental, como el viento que le había dado nombre.

A pesar de contar con tan solo quince años, había asumido con madurez el cuidado del pequeño tras la partida inesperada de sus padres.

Zonda presumía de una larga melena rubia, que peinaba con delicadeza durante horas, mientras esperaba que un soplo de aire depositase en Muriel noticias de sus progenitores.

Sus vestidos, flojos, disimulaban un cuerpo de mujer que habría desviado más de una mirada entre los jóvenes del pequeño pueblo.

Zonda había continuado el trabajo artesanal de sus padres, aprendido desde su niñez, para poder vivir en Muriel junto a su hermano.

Todas las mañanas, con los primeros rayos de sol entrando a través de las ventanas de la cocina, la joven recogía sus tirabuzones rubios en una hermosa trenza con un lazo rojo, a juego con el delantal y los guantes que evitaban dañar la piel de sus manos.

Con la ayuda de un palo, Zonda diluía en grandes recipientes de barro, agua con soda y sal, líquido sobre el que vertía la cantidad de aceite suficiente para obtener, una vez calentado, una masa uniforme que removía, de forma permanente, durante horas.

Cuando Siro, como todas las mañanas, bajaba las viejas escaleras de madera, a trompicones, para abrazar a su hermana, la mezcla ya estaba repartida en moldes que se dejarían enfriar durante varios días para obtener jabones aromáticos que Zonda vendería a los vecinos de Muriel, o, en su caso, cambiaría por un poco de leche, legumbres o cocido maragato.

LA CÁMARA DE FOTOS

Siro y Zonda sujetaban con dificultad sendas bandejas de jabones, sin dejar de sonreír.

A pesar de que las campanas repicaban con fuerza, y que los habitantes de Muriel corrían hacia sus casas, recogiendo las sillas situadas en sus puertas y cerrando las contras de madera de las ventanas, los padres de los pequeños habían insistido en que la luz estival del atardecer era la idónea para tomar la fotografía que serviría de cartel a la empresa familiar.


Los niños, de pie, sobre el borde de la fuente de piedra que adornaba el centro de la calle, apremiaban a su padre con la mirada, mientras éste, con una rodilla en el suelo, siguiendo las instrucciones de su esposa, buscaba el mejor enfoque con su cámara de fotos sin color.


Los padres de Siro y Zonda eran tan delgados como los propios pequeños, si bien lucían un cabello rizo, moreno, que contrastaba con el pelo rubio de sus hijos, dando lugar a comentarios que se habían extendido en toda la Baja Maragatería.


A pesar de las habladurías, la familia contaba con el cariño de todos los habitantes de Muriel, y sus jabones aromáticos eran tan bien recibidos como las fiestas que organizaban en su vieja casa celebrando cumpleaños, nacimientos o , simplemente, el cambio de estación.


El viento comenzó a rugir, enfadado, cuando Siro, gritando, soltó la bandeja. Los jabones cayeron en el agua de la fuente, formando un gran charco de espuma que emanaba con fuerza, bajo los pies de los niños.



Desde el horizonte, una ráfaga de viento, caprichosa, se adentraba en Muriel, barriendo, a su paso, a todo aquel que no se hubiera resguardado a tiempo.

Zonda agarró a su hermano por la manga de la camisa y tiró con fuerza de él, resbalando juntos en el interior de la fuente.


Ocultos entre la espuma, los pequeños observaron cómo el viento elevaba a sus padres hacia el cielo y, con un giro inesperado, formando un pequeño tornado, cambiaba por primera vez su dirección, para regresar por el mismo camino por el que había aparecido, y llevando a los padres de Siro y Zonda en sus entrañas.



LAS ESCALERAS DE VIENTO


Siro y Zonda, impotentes, cubiertos de espuma, agarrados de la mano, de pie, y desde el interior de la fuente, miraban al cielo en el que habían desaparecido sus padres.

Los habitantes de Muriel salieron de sus casas, en silencio, tras haber presenciado, en su mayoría, la trágica escena desde el interior de sus hogares.

Conocedores de las consecuencias de aquel pequeño tornado, los lugareños, ayudados por Siro y Zonda, sacaron de sus casas las escaleras que tantas veces habían utilizado en situaciones de emergencia.

Varias personas que se habían visto sorprendidas por el cambio de la dirección del viento, y habían sido arrastradas hasta tejados, farolas y árboles, dibujando un escenario surrealista en Muriel, gritaban auxilio desde lo alto.

Zonda, desconcertada, apoyó la escalera en uno de los abedules que adornaban el pueblo, para rescatar a un niño que se había enredado entre las ramas con su pelo rizo.

Mientras, varias personas de más edad, colgadas de farolas por sus prendas holgadas, eran ayudadas por otros vecinos.

Una decena de escaleras de viento fueron recogidas al anochecer, esperando otra ocasión en la que los habitantes de Muriel no corriesen la misma suerte que los padres de Siro y Zonda.




FOTOGRAFÍAS SIN COLOR


Habían pasado más de tres semanas desde que el viento había cambiado su dirección cuando Siro y Zonda recibieron la primera fotografía.

Era el primer jueves del mes de julio, y tras el repique tímido de las campanas, una imagen en blanco y negro había aterrizado a los pies del pequeño en la puerta de su vieja casa de piedra.

Curioso, se agachó para recogerla, y su sorpresa no pudo ser mayor al reconocer en ella algunos de los lugares que su padre tantas veces le había relatado en los cuentos que le contaba antes de dormir; ciudades que para el niño solo existían en su imaginación, ya que para él no había más mundo que el que comenzaba y terminaba en su pequeño Muriel.

Sin aliento, buscó a su hermana entre las mujeres que vendían aquella mañana en las puertas de las casas.

Zonda posó la bandeja de jabones aromáticos en un banco, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, sin dar crédito a lo que le mostraba aquella fotografía: hombres encantadores de serpientes; mujeres vestidas con largas túnicas; porteadores de alfombras; camellos…

Los pequeños, con lágrimas en los ojos, se abrazaron, y comprendieron que sus padres seguían el camino del viento, atravesando bosques, pueblos, mares, desiertos… y que regresarían, tarde o temprano, al punto de partida: Muriel



CAZAMARIPOSAS



Habían transcurrido tres meses desde que los padres de Siro y Zonda habían abandonado Muriel, y desde entonces los pequeños habían recibido cinco fotografías sin color , empujadas por masas de aire más rápidas que las que transportaban a sus padres.

Gracias a ellas, los pequeños, conocían ciudades con canales repletos de divertidas embarcaciones, mares que escondían inmensas ballenas en su interior, o murallas que recorrían kilómetros entre montañas.

Los niños sabían que el viento del primer jueves de octubre traería consigo las primeras castañas, y teñiría Muriel de colores marrones y naranjas, devolviendo a sus padres al pequeño pueblo.

La última fotografía mostraba un océano enfurecido, con especies vegetales y animales propias de aguas frías, que pronto reconocieron entre las historias que de sus abuelos relataba su padre sobre el camino de los arrieros en las costas gallegas.

Aquella mañana, Siro, preocupado, se había despertado antes de lo habitual, y sentado en el suelo de la cocina, observaba cómo su hermana rellenaba los moldes que servirían para dar forma a los jabones aromáticos.

-Zonda, ¿ cómo se van a bajar papá y mamá del viento?

La niña miró al pequeño. Sus ojos almendrados lloraban ante la evidencia de poder perder a sus padres otros cuatro meses, o quizá para siempre, condenados a seguir el camino caprichoso del viento.

- No te preocupes, algo se nos ocurrirá.

A pesar de que había intentado resultar convincente, a Zonda también le angustiaba aquella situación. Había intentado mostrar un semblante sereno, conociendo la sensibilidad de su hermano, pero no estaba segura de haberlo conseguido, ya que éste, repentinamente, había subido las viejas escaleras de madera a trompicones, tras escuchar su contestación.

Decidió no pensar más en ello, y centrar sus esfuerzos en terminar de elaborar los jabones aromáticos aquella mañana.

“ Algo se nos ocurrirá”, dijo para sí.

Siro, por su parte, había dejado volar su imaginación tan alto como el viento y, después de pasar varias horas encerrado en su cuarto, bajó al piso inferior de la vieja casa maragata, tan rápido como sus delgadas piernas le permitieron, con su cazamariposas en la mano.

Zonda, que colocaba con especial delicadeza las piezas de jabón en bandejas, recibió a su hermano con una sonrisa forzada, preocupada por su repentino cambio de humor.

- ¡ Podemos coger a papá y a mamá como si fuesen mariposas!

El pequeño saltaba alrededor de su hermana con la red en la mano, imitando los gestos que hacía cuando salía a cazar mariposas por Muriel.

Zonda, sin interrumpir su trabajo, le regaló una mirada de aprobación, permitiendo que su hermano se sintiese satisfecho con su gran descubrimiento.

- ¡Construiremos el cazamariposas más grande del mundo!

La joven comenzó a valorar la posibilidad de escuchar la idea de su hermano y, sacándose los guantes rojos que impedían que su piel se dañase mientras elaboraba jabones aromáticos, se sentó, prestándole toda su atención.

- Será el cazamariposas más grande y más bonito del mundo, y papá y mamá se pondrán muy contentos cuando vean mi invento.

Zonda comprendió que la idea de su hermano era la solución para recuperar a sus padres. Si diseñaban una red lo suficientemente grande para ocupar el espacio que separaba el camino de Muriel, el viento se colaría entre los agujeros del cazamariposas, y sus padres caerían en él como si de una tela de araña se tratase.

- Siro, eres el niño más listo de toda la Maragatería





OCTUBRE

Aquella misma tarde, mientras vendía sus jabones de casa en casa por la calle principal de Muriel, Zonda relataba una y otra vez la idea de tejer una red de grandes dimensiones para ayudar a sus padres, siendo aprobada por la mayoría de las clientas que habitualmente adquirían su trabajo artesanal, quienes ofrecían su colaboración de manera desinteresada.


Siro, de pie, desde el borde de la fuente, haciendo grandes aspavientos con sus brazos, explicaba a los niños del pueblo la gran hazaña en la que se había visto inmerso.

Los habitantes de Muriel, incluida la vieja señora Pampero, que , para sorpresa de todos, abandonaba por primera vez en años sus jornadas de lectura en el banco de madera, se reunieron día tras día, durante dos semanas, en la casa de piedra de Zonda y Siro, ubicada en medio de la calle sin asfaltar.

Mientras unos tejían la red, otros calculaban las medidas de la misma, o servían infusiones calientes de azahar y melisa, interrumpidos en ocasiones por el alboroto de los niños que jugaban, divertidos y excitados por la novedad.

El primer jueves de octubre, a primera hora de la mañana, un grupo de veinte personas encabezado por Siro y Zonda, salían de la casa de los pequeños portando una inmensa red que sujetaban en alto desde sus bordes mientras caminaban hasta las primeras casas.

Ayudados por las escaleras de viento, ataron los extremos de la red a la parte superior de sendas farolas, cada una situada a un lado del camino, así como al pie de las mismas, mientras las campanas empezaban a repicar con fuerza en la Baja Maragatería.

Siro divisó en el horizonte cómo se acercaba el viento, huracanado, y, como el resto de los habitantes de Muriel, corrió, junto a su hermana, a resguardarse en el interior de las casas de piedra rojiza, observando, a través de los pequeños agujeros de las contras de madera de las ventanas, el inmenso cazamariposas.

Desde las últimas casas, lugar por el que pasaba primero el viento desde su cambio de dirección, aparecieron los padres de Siro y Zonda, volando por encima de los tejados, con la ropa rasgada por la fuerza del viento, y su pelo rizo, moreno, enredado uno con el otro.



El viento, enfurecido al hallar en su camino un obstáculo de tales dimensiones, formó un pequeño tornado, para cambiar nuevamente de sentido, momento en que los padres de los pequeños rebotaron en la red, como si de un gran tirachinas se tratase, saliendo despedidos por encima del ciclón.

Tras unos segundos de silencio, los habitantes de Muriel salieron temerosos de sus casas, y , acompañados de Siro y Zonda, buscaron en los tejados, farolas y árboles a los padres de los pequeños, hasta que el niño, sonriente, señaló hacia la última chimenea del pueblo, en la que, colgados a ambos lados, y enredados por su pelo rizo, aparecieron un hombre y una mujer sujetando una cámara de fotos.



LA ÚLTIMA FOTOGRAFÍA


Desde el tejado, y aún enganchado en la chimenea, el padre de Siro y Zonda enfocó por última vez el objetivo de su cámara.

La fotografía, sin color, mostraría más adelante una decena de personas apoyando sus escaleras de viento en el tejado de la casa sobre la que habían caído, mientras sus hijos, les saludaban, sonrientes, desde el borde de la misma fuente que les había separado, sujetando un par de cazamariposas en lo alto.

Entre la multitud, acordeones, gaitas y tamboriles, celebraban su regreso.

A lo lejos, una inmensa red, sujeta únicamente por uno de sus extremos a una farola de Muriel, era mecida por una brisa que no hacía sino recordar que aquel era un camino imaginado para evitar, en la medida de lo posible, travesuras huracanadas. Era un camino para el viento.





BERTA. 2.04.2010